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INFOKRISIS, el blog de Ernest Milà

TRADUCCIONES

Homenaje a Venner (III)

Homenaje a Venner (III)

Info-krisis.- Nos hemos propuesto rendir homenaje a Dominique Venner, popularizando algunos de sus textos. Hoy hemos elegido la introducción de El blanco sol de los vencidos en que narra la historia de la Confederación de Estados Americanos y la epopeya de los hombres de Dixieland, un texto que traducimos hace cinco años y en el que el autor evidencia la simpatía por la causa del Sur. Históricamente, esta obra sigue a la de Baltikum, dedicada a la gesta de los Cuerpos Francos tras la Primera Guerra Mundial.

Dominique Venner

El blanco sol de los vencidos

La epopeya sudista y la guerra de secesión

1607-1865

AGRADECIMIENTOS

Expreso mi gratitud a los que me han prestado su concurso para reunir la documentación de esta obra y elaborarla. Mis agradecimientos se dirigen particularmente a Renée Lemaitre, del Centro Cultural Americano, a Jean Bourdier, Pierre Joannon y Albert Krebs, conservador en la Biblioteca Nacional, cuya ayuda y consejos me han resultado inestimables.

D.V.

“No han existido sobre la tierra dos naciones, que estuvieran separadas de forma distinta y hostil como nosotros. Ni Cartago y Roma, ni Francia e Inglaterra, en ningún momento”

James H. Hammond,

Gobernador de Carolina del Sur

“La guerra que emprendemos es diferente de las guerra ordinarias. No se trata de conquistar una paz o un tratado ventajosos, sino de golpear a una población suficientemente numerosa, inteligente y guerrera, para constituir una nación. El conflicto que empezó contra un partido, es ahora una lucha contra todo un pueblo”

General Mac Clellan,

Comandante en jefe de los ejércitos nordistas.

“El Sur era el pueblo mismo y combatía por su propia existencia como nación, por su independencia, por sus campos y sus hogares”.

Mayor Scheibert,

Oficial prusiano destacado en los ejércitos sudistas.

 

I

EL NACIMIENTO DE UNA NACIÓN

 

Después de tres días, la soñadora ciudad de Charleston se ve arrancada de la placidez sensual de sus jardines tropicales. Aquí, el invierno no es más que dulzura. Hay grupos reunidos en las calles. Los amplios sombreros panamá de los plantadores se lucen junto a los miriñaques. Jóvenes caballeros, con botas altas, recorren la ciudad al galope. Al caer la tarde, un rumor ardiente como la esperanza vuela entre los grupos. Los miembros de la legislatura han votado por unanimidad la independencia de Carolina del Sur.

La alegría de las masas estalla bruscamente. La ciudad más ampulosa del viejo Sur parece embriagada. Tras el Palmetto Frag, emblema de Carolina, se forman manifestaciones con respetables gentlemen, jóvenes gesticulantes y damas con las mejillas enrojecidas de exaltación.

A la mañana siguiente, el 21 de diciembre de 1860, los diarios de Charleston, la antigua Charles-Town de Carlos II Stuart, publican las informaciones de los demás Estados bajo la rúbrica “Noticias del extranjero”.

Otros diez Estados seguirán a Carolina del Sur y elegirán la aventura de la libertad. Abandonarán la Unión y constituirán la Confederación sudista. Mary Chesnut, esposa de un senador de Carolina del Sur, anotará en su diario: “Nos hemos separado por incompatibilidad de caracteres, nos odiábamos demasiado”. Una incompatibilidad y un odio tan antiguos como la colonización.

*          *          *

En 1763, dos agrimensores ingleses, Charles Mason y Jeremiah Dixon fueron comisionados para arbitrar una disputa de lindes entre los herederos del más ilustre de los cuáqueros, el almirante William Penn y los de lord Baltimore. El primero de estos personajes había fundado en 1630 la futura Pennsylvania. El segundo había recibido por donación real, dos años más tarde, un amplio territorio medianero más al sur. Este terreno se convertirá en Maryland, en homenaje a Enriqueta-María, mujer de Carlos I Estuardo.

Los dos geómetras trabajaron con aplicación durante tres años. Nada los detuvo, ni la intemperie, ni las enfermedades, ni los indios. Más de una vez, debieron cambiar sus teodolitos por el fusil de sílex. Habrían podido llegar hasta el Pacífico el trazado del paralelo 39, 42 minutos y 26 segundos y 3 décimas que limitaba sobre el mapa los territorios respectivos de Pensilvania y de Maryland. Se detuvieron sin embargo en las crestas de los Alleghanys, límites occidentales de las tierras reivindicadas en la época por la Corona.

Sin saberlo, los dos agrimensores acababan de determinar la línea oficial de partición entre el Norte y el Sur, entre Dixie Land y el país Yankee (1) [La palabra Dixie es de origen francés. Viene de Luisiana donde los primeros billetes de diez dólares llevaban la palabra “dix” en grandes caracteres. En cuando a Yankee, es una deformación de “John Cheese” (Juan Queso) sobre nombre que se dio en el pasado a los colonos holandeses de Nueva Ámsterdam (Nueva York)]. Su minucioso trazo abrió en el suelo de los Estados Unidos la más sangrienta herida de su historia. La cicatriz no está todavía curada.

El azar quiso en efecto que esta frontera arbitraria coincidiera con la de dos mundos ajenos el uno al otro. Apenas cien millas separaban Filadelfia, primera ciudad de Pensilvania, y Baltimore, capital de Maryland. Pero estas millas medían más de diez veces su anchura. “Tras haber caminado una o dos horas por Filadelfia -suspiraba Charles Dickens-, habría dado no importa qué para una calle que girase”. Filadelfia, la austera ciudad de los cuáqueros es lúgubre con sus sombrías avenidas en ángulo recto, mientras que Baltimore es reluciente con sus fuentes, sus casas de ladrillo rojo con columnas blancas y mármoles rutilantes.

En una fórmula que resaltaba su paradoja, a pesar de no ser completamente cierta, Pierre Belperron denunció en “la corriente fría del Labrador, los mares árticos descienden hacia el sur acariciando la costa americana, siendo la primera responsable de la guerra de Secesión. A la altura de la línea Mason-Dixon esta corriente fría llegada del norte se mezcla con las aguas cálidas del sur.

Nueva York está en la latitud de Madrid, con inviernos más rigurosos y veranos más duros que los de Berlín. Por el contrario, desde Maryland, se penetra en la dulzura mediterránea. Contra más se desciende hacia el sur, más el clima se calienta hasta convertirse en tropical. Tanto como el clima del norte es vivificante, el del sur es relajante. El uno conduce a un ritmo de vida precipitado, el otro invita a la distensión. Bajo el clima del Norte, se vive presionado por el tiempo. En el Sur, se utiliza el tiempo para vivir.

El clima y el suelo del Norte no ofrecerán a los primeros emigrantes más que recursos análogos a los de Inglaterra. Apenas recogerán los recursos justos para alimentar a su familia. En las colonias meridionales, los plantadores podrán entregarse a los cultivos exóticos intensivos, tabaco, arroz, caña de azúcar o algodón que marcarán tanto a la sociedad del Sur.

Esta oposición natural del clima y de la geografía se agravará con la de los hombres y de la historia.

*          *          *

Enrique IV reinaba aun sobre el trono de Francia cuando el capitán John Smith desembarca con ciento tres compañeros, los únicos supervivientes de una terrible tempestad, en la bahía de Chasepeake en Virginia, el 13 de mayo de 1607. Veinte años antes, Sir Walter Raleigh, favorito de la Corte, había fracasado en un primer intento de colonización de la costa americana. En honor de su soberanía, Isabel I, la “reina virgen”, había llamado a esta tierra Virginia.

Provisto de instrucciones precisas de la Compañía de Londres, futura Compañía de Virginia, John Smith edifica un fuerte triangular que bautiza con el nombre de Jamestown, en recuerdo a la gloria de Jacobo (James) I Estuardo. Con esta toma de posesión funda la primera colonia anglo-sajona de América. Será preciso esperar trece años más para que los “Padres Peregrinos” del Mayflower, plegaran las velas lejos de la bahía de Jamestown; en efecto, atracarán más al norte sobre la costa desolada del cabo Cod, tras haber sido desviados por una tempestad.

John Smith y sus colonos desbrozan el suelo, siembran trigo y cultivan los vientos. La tierra de Virginia es muy gruesa para el cereal europeo. La disentería, las enfermedades y algunas disputas devorarán a los efectivos. Al cabo de un año, la colonia se ha difuminado y el cementerio está poblado. Los treinta y ocho supervivientes serán salvados por la energía y la habilidad de John Smith que ha conquistado la amistad del jefe indio Powhatan. Entre dos pacíficos calumets [pipas de la paz], éste enseña a los blancos el cultivo del trigo indio o maíz, a partir de entonces bautizado trigo americano, corn.

En 1612, uno de los principales colonos, John Rolfe, que cultiva una planta medicinal contra la malaria, el tabaco, descubre un método para deshacerse de su gusto amargo. Este tabaco de Virginia suplantará rápidamente el tabaco español que sir Walter Raleigh había introducido en Inglaterra. Se convertirá en la principal riqueza de Virginia y de su hija, la colonia de Maryland.

Contrariamente a los puritanos del Mayflower que acaban de fundar en las Américas una nueva patria tolerante con su fanatismo, los primeros colonos se Virginia, son ante todo, aventureros. Buscan fortuna o en su defecto, una vida más agradable que la de una Inglaterra superpoblada. El cultivo intensivo del tabaco y sus fructuosos beneficios, encajan perfectamente con su personalidad. Sin embargo, exige una mano de obra importante. Los indios rechazan colaborar con estos cultivos, consideran que trabajar la tierra es algo degradante. No se trata, por lo demás, de reducirlos a la esclavitud, antes prefieren morir. A causa de esta prueba de orgullo, los sudistas del litoral albergarán siempre una gran estima por los indios a los que, a menudo, asociaron a su destino.

Una solución provisional se encuentra con el sistema de los indentured serventds, los engagistes [embarcados] de las Antillas francesas. Se trata de voluntarios para las colonias. Pagan su viaje mediante un contrato de trabajo de cuatro años que los transforma en esclavos temporales. Al desembarcar, estos hombres y mujeres son vendidos en las subastas por el capitán. Tras la expiración del contrato, se convierten en hombres libres, reciben un pequeño equipo y un lote de tierra para tentar la fortuna. Condenados por delitos comunes y convictos, pueden beneficiarse de las mismas “ventajas”, con la diferencia de que están ligados a sus dueños durante siete años.

Pero esto no es más que un paliativo insuficiente. Esta esclavitud momentánea es muy breve para ser verdaderamente rentable y demasiado débil para responder a las necesidades de las plantaciones. Estas no dejan de multiplicarse. Reclaman una mano de obra cada vez más considerable. La solución, escandalosa a nuestros ojos, normal en la época, es aportada en 1619. Este año, el secretario de la asamblea de Virginia anota sobre el diario de la colonia: “Un navío holandés nos ha entregado veinte negros de África”.

Con la llegada de estos primeros esclavos, se inicia una industria de la que América no ha terminado de pagar todavía los dividendos.

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La importación de “madera de ébano” es lenta hasta el final del siglo XVII. El tratado que hace la fortuna de Nantes, derrama prioritariamente sus cargamentos en las Antillas. En 1671, apenas se cuentan 2.000 negros en Virginia, donde residen tres veces más “servidores cristianos”. Todo cambiará cuando los armadores del Norte han evaluado los beneficios que pueden extraer de este odioso tráfico. El oro ocultará los escrúpulos. Los negreros puritanos alzarán los ojos al cielo. Olvidarán sus principios de universal igualdad y su creencia en el carácter redentor del trabajo en libertad. La argumentación calvinista tiene respuestas para todo. Propone el siguiente silogismo: el Señor bendice la riqueza. El tratado es el medio más rápido para asegurarse la riqueza. Por tanto, el Señor bendice el tratado.

En 1752, en Newport, un bonito barco de 40 toneladas cuesta de 24 a 27 libras la tonelada. Puede trasladas entre 120 y 150 negros que se venden a una media de 35 libras por cabeza. El beneficio es tanto mayor en tanto que se practica el “viaje triangular”. Los negreros van a las Antillas o en el Sur a adquirir melazas que son transformadas en ron por sus compatriotas, destiladores de Nueva Inglaterra [Nueva Inglaterra (New England) es el nombre dado a las cuatro primeras colonias establecidas en América del Norte y por debajo del río San Lorenzo: Massachussets, New Hampshire, Conneticut, Rhode Island, a los que se añadieron más adelante, Vermont y el Maine]. El cargamento de ron es intercambiado en las costas de Guinea por esclavos y estos son vendidos en las colonias del Sur o en las Antillas. Luego el ciclo comienza de nuevo.

En 1770, Rhode Island cuenta con 170 barcos negreros. Los puertos de esta colonia de Nueva Inglaterra aseguran el mayor volumen de tráfico, con Newport, Providence –un nombre preciso-, New Bedfort, luego Nueva York y Boston.

Ciertamente, los Justos de Nueva Inglaterra no son unos hipócritas, pero el espíritu puritano no se opone aún a la esclavitud de razas juzgadas inferiores. Hasta finales del siglo XVIII, la esclavitud aparece para todos como una institución legítima. No se suscita ningún rechazo y el Norte, por su parte, importa también esclavos negros. Si la esclavitud se desarrolla poco en comparación con el Sur, es a causa del clima riguroso, los cultivos y las costumbres de Nueva Inglaterra no son los apropiados para los negros. Sin embargo, se contarán 18.000 esclavos en el Nor-Este en el censo de 1820.

Por el contrario, bajo el cielo del Sur, la esclavitud prolifera y los colonos adoptan el modo de vida de los plantadores franceses de las Antillas.

Ante el flujo de esclavos en las aceras de Charleston, Savannah en Georgia o de Norfolk en Virginia, la mano de obra blanca desaparece. Los colonos más activos se convierten en plantadores. Los otros son relegados a la categoría inferior de “granjeros” cultivando la tierra con sus manos, o también “pequeños blancos” miserables, que sobreviven con la caza, la pesca y pequeños huertos.

Los emigrantes de Nueva Inglaterra viven prácticamente en autarquía. No piden al suelo más que su alimento, esperando hacer fortuna en los negocios, la manufactura o la trata de esclavos. A la inversa, los plantadores de Virginia no pueden pasar sin negociar. Venden sus pacas de tabaco a los navíos de Londres, luego a los de Nueva York, y les compran víveres, muebles, objetos manufacturados, también mujeres, sin hablar de esclavos. La noble explotación del suelo es su única fuente de beneficios. Así se forja en el Sur una tradición aristocrática y agraria, en oposición a la tradición burguesa y mercantil del Norte.

Estas diferencias se acentuaron a mediados del siglo XVII, con la llegada de nuevos emigrantes de noble cuna, los Cavaliers. Estos barones huían de Inglaterra tras la ejecución de Carlos I Estuardo. Los hugonotes franceses les siguieron de cerca, mientras que el Norte se enriqueció en el curso del decenio siguiente con los “Cabezas Redondas”, los “niveladores”, antiguos partidarios de Cromwell y adversarios de los Cavaliers que la restauración de los Estuardo sobre el trono de Inglaterra expulsó a su vez. Basta reemplazar a los Cavaliers por los carlistas y los Cabezas Redondas por los isabelinos para imaginar los sentimientos que los colonos del Sur podían alimentar respecto a los del Norte y recíprocamente.

Al plantador del Sur que cultiva tabaco y el arte de vivir, corresponden las moradas lujosas, las conversaciones ingeniosas y las diversiones elegantes, se opone el puritano de Nueva Inglaterra. Este hombre de Dios ha firmado un contrato con el Cielo para triunfar sobre la tierra. A cambio del rigorismo de su existencia, espera de Jehová que favorezca sus negocios.

Trabajador endurecido, espíritu emprendedor, ignorando los escrúpulos y la piedad, enérgico tanto como astuto, avanza con seguridad hacia la fortuna y el conflicto. Su aire digno y acompasado, su hábito negro, sus cabellos lacios, todo en él anuncia al feliz compañero. En Boston, el hecho de reír en domingo es castigado con prisión. La frivolidad de los puritanos se detiene con la lectura de la Biblia y con la perorata del predicador.

Los Estados de Nueva Inglaterra se ven sometidos a la tiranía de las sectas religiosas y de su clero. Se persigue a los disidentes. En Plymouth se les ejecuta. Se quema a los “brujos” o se les cuelga.

El asunto de las brujas de Salem, elevado a la celebridad por la famosa obra teatral de Arthur Miller, es la ilustración del clima de obsesiones que reina entre los puritanos. En 1629, estos últimos han fundado en la ciudad de Massachussets la primera Iglesia congregacionista de América. Su fanatismo alimentará la locura colectiva que se apropia de la aldea y las granjas en 1692. Del mes de mayo al mes de septiembre, diecinueve personas son colgadas como adeptos del Maligno, catorce mujeres y cinco hombres. La que hace veinte es muerta siguiendo un método más original, el del “prensado”, como si fuera un limón al que se le extrae el jugo. Otros dos mueren en prisión, sin duda no a causa de los buenos tratos, precisamente. Más de un centenar de desgraciados son encarcelados y, para no relajarse, los pastores congregacionistas inculpan a doscientas personas más por crimen de brujería. Sin la viva reacción que provoca la enormidad del asunto, una masacre general se habría producido en el mes de octubre. Las víctimas serán rehabilitadas en el curso de un contraproceso en buena y debida forma... dos siglos y medio después.

Los plantadores no tienen más que desprecio por el sectarismo y la intolerancia de estos puritanos, cuyos manejos en los negocios suele rozar la canallada. Un virginiano escribía en 1736: “Los santos de Nueva Inglaterra son muy hábiles en avalar a un perjuro hasta el punto de no quedarles mal gusto en la boca; ningún otro pueblo sabe deslizarse como ellos a través del código”.

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En el siglo XVIII, Jamestown es abandonado y la capital de la colonia es transferida a Williambsbourg, menos expuesta a las miasmas de las tierras bajas. Tal como aparece ante nuestros ojos, tras haber sido amorosamente restaurada, es una ciudad de gentilhombres. La arquitectura de las viejas mansiones está llena de encanto nostálgico. Pero una cierta rudeza recuerda que las pelucas y las ropas en cestas, debían componer con un país salvaje y peligroso, con las turbulencias y los conflictos de una colonia joven y violenta.

Incluso cuando llevan peluca, los plantadores siguen siendo hombres a caballo con costumbres y modos violentos. Maestros indiscutibles en su terreno, puntillosos en su honor, dispuestos a pedir reparación por las armas, no soportan ninguna contrariedad, ninguna autoridad. Si algunos se conducen como un sátrapa con un haren de jóvenes esclavas, la mayor parte tienen un agudo sentido de las obligaciones que les impone su aplastante superioridad. Sus esclavos son tratados sin brutalidad. Para éstos son patriarcas que dispensan el alimento, cuidados, techo y seguridad. Velan también sobre los granjeros y los “pequeños blancos” de su condado, administran justicia y socorren a los indigentes. Más aun que el squire inglés, entre sus granjeros, el plantador es el señor de su tierra. Un señor feudal sin soberano.

Estos hidalgos campesinos trabajan con el cuero, el tabaco y el alcohol rubio. No aman nada tanto como galopar a lo largo de sus tierras, perseguir al zorro, cazar patos, beber licores secos, disfrutar de la siesta y de las fiestas. La verdadera vida para un hombre bien nacido.

La sociedad virginiana se edificará contra esta rugosidad. Para matarla, civilizarse, establecerá una estricta jerarquía social y segregará convenciones tanto más astringentes en tanto que son hechas para apremiar el temperamento explosivo de los colonos. Un código mundano riguroso aleja a la mujer de toda esta rudeza. Es la reina en esta sociedad, en la que el plantador es el lord. Un respeto absoluto impuesto por una etiqueta minuciosa la protege del deseo de los hombres y de la mirada de los negros. Quien no quiere ser situado en el mismo nivel social que los plantadores debe poder controlar su violencia y dominar su grosería en presencia de una mujer.

La riqueza contribuirá a que el gentleman-farmer adquiera un gusto por los placeres y por un estilo de vida cada vez más refinado. A imagen de su contemporáneo europeo, se inicia en las Luces, se muestra orgulloso de su biblioteca, envía a sus hijos a estudiar a Oxford, se entusiasma por la Enciclopedia, saborea la Nueva Heloisa, se autotitula gustosamente deísta y filántropo. Las sectas protestantes pierden sus fieles en beneficio de las logias masónicas. Soñando el mundo tal como debería ser, los salones de Virginia elaboran la Declaración de los Derechos y la futura constitución de los Estados Unidos.

El feliz plantador George Washington, que reina sobre 8.000 acres de buena tierra para el tabaco y sobre los esclavos de Mount Vernon, es uno de los adeptos de las ideas nuevas. Este patricio tiene tanta afición por las disputas filosóficas como por las cosas militares. Ha luchado contra los franceses de Luisiana en Fort-Duquesne. Ha ganado el grado de coronel de la milicia de Virginia y ha adquirido una experiencia que pondrá pronto al servicio de la lucha contra Inglaterra.

Sin embargo, los gentilhombres de Virginia no son los primeros en tomar las armas contra la Corona, en 1776. Pero desde el día en que se decidieron por la insurrección, la dirigirán. El venerable Old Dominium Stade es el más poblado, el más rico, el más evolucionado de las trece colonias inglesas insurgentes. Tras haber dudado en comprometerse, Virginia facilitó al general en jefe, una buena parte de las tropas y lo esencial del tesoro de guerra.

Mientras que otras colonias pensaban abandonar la lucha, Virginia soportará durante cuatro años el esfuerzo principal de los combates contra los Casacas Rojas de Su Majestad, del Canadá a Georgia. Finalmente, el general Cornwallis se hará en la trampa tendida en Yorkstown por Washington y sus aliados, de Grasse, La Fayette y Rochambeau.

Menos de un siglo después, de 1861 a 1865, Virginia jugará un papel análogo en el seno de la Confederación sudista. Rechazando inicialmente la secesión, emprenderá finalmente la dirección e incluso la bisnieta de George Washington se casará con el primero de sus soldados, el general Robert E. Lee.

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La independencia de las colonias inglesas de América se adquiere en virtud del tratado firmado en Versalles en 1783, dos años después de la victoria militar de los insurgentes. Virginia quedará como piloto de los otros trece Estados constitutivos de la Unión [Maryland, Delaware, Virginia, Carolina del Norte, Carolina del Sur y Georgia para el Sur. Massachussets, New Hampshire, Conneticut, Rhode Island, New Jersey, New York y Pennsylvania, por el norte]. Cuatro de los cinco primeros presidentes, Washington, Jefferson, Madison y Monroe, son virginianos, como lo serán el noveno, el décimo y el duocécimo, Harrison, Tyler y “Old Zach” Taylor. Los mercaderes y los armadores de Nueva Inglaterra se inclinan ante la superioridad intelectual de la aristocracia virginiana y ante su precisión en los asuntos políticos. Temiendo por encima todos los riesgos y la aventura, desconfían de la audacia de que dan muestra la élite de los plantadores, por ejemplo en la adquisición de Luisiana.

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Antiguo embajador de los Estados Unidos en Francia, convertido en secretario de Estado bajo George Washington, esperando acceder a la presidencia, el virginiano Thomas Jefferson concibe una política extranjera ambiciosa. Los burgueses del Norte, con la nariz sobre sus libros de caja, le serán completamente espantosos. Jefferson ha comprendido la importancia de la Luisiana francesa: un inmenso territorio que no tiene nada que ver con los límites del futuro Estado. Se extiende desde la frontera canadiense al golfo de México y engloba el fantástico valle del Mississippi. El Old man river, padre de las aguas, constituye la desembocadura natural de América del Norte hacia el Golfo de México.

Conquistada y colonizada por los franceses del caballero de la Salle bajo Luis XIV, devuelta a España por el tratado de París en 1763, Luisiana es recuperada por Napoleón en 1800. El Primer Cónsul intenta reforzar las posiciones francesas a fin de crear un poderoso conjunto colonial articulado en las Antillas. Pero una Francia fuertemente establecida en Luisiana representaría para los jóvenes Estados Unidos una amenaza mucho más seria que la de una España debilitada. Bonaparte no oculta por otra parte su intención de suprimir el privilegio de circulación sobre el Mississippi concedido por España a los Estados Unidos.

En el instante en que Jefferson se entera que Bonaparte envía un ejército bajo el mando del general Victor para ocupar la colonia, juega con audazmente. Sin ni siquiera consultar al Senado, propone comprar Luisiana. El Primer Cónsul rechaza primeramente la idea con energía. Luego, tras el fracaso de la expedición de Santo Domingo, y debiendo afrontar los costosos preparativos del campo de Boulogne, concluye en la imposibilidad de mantener estas tierras lejanas. El 30 de abril de 1803, cede Luisiana a los Estados Unidos por quince millones de dólares, es decir, por casi ochenta millones de francos-oro.

Jefferson acaba de conseguir el más fantástico éxito diplomático de la historia americana. Con la compra de Luisiana la Unión duplica su superficie. Acto seguido se constituirán trece Estados. La adquisición del gran río, de sus afluentes y de su desembocadura desplazará el conjunto de las actividades de la costa atlántica hacia el interior. Los amplios espacios y los inmensos recursos naturales del valle adelantarán la “frontera” lejos hacia el poniente, bajo el aflujo ininterrumpido de más y más inmigrantes.

Nueva Inglaterra manifiesta inmediatamente su hostilidad. Denuncia la política “ruinosa” de Jefferson. No percibe la amplitud y la importancia de la adquisición. Percibe, sobre todo, que la Babilonia sudista va a recibir con Nueva Orleáns un refuerzo de altura. No es necesario ver doble para convencerse de ello.

Nueva Orleáns, ciudad francesa y católica, es una colonia floreciente, un puerto en plena expansión y un núcleo de civilización, quizás sin equivalente fuera de Virginia. Los criollos –que son blancos de blancos y no mulatos como se cree en ocasiones con su gran cólera- se jactan de tener allí un segundo París. Antes de venir a Luisiana, estos colonos franceses han hecho a menudo sus primeras armas en las Antillas o en Santo Domingo de donde los ha expulsado la sangrienta revuelta de Toussaint Louverture. Sus tradiciones de cortesía, el lujo de sus moradas señoriales, el refinamiento de su mesa, la elegancia de su conversación, la libertad de sus costumbres, su tolerancia religiosa y filosófica, representan todo lo que Nueva Inglaterra detesta.

En cuanto los habitantes de Luisiana pidan su admisión con rango de Estado encontrarán la oposición vehemente del Norte. Por el contrario, los Estados del Sur los sostendrán activamente. A pesar de la obstrucción nordista, Luisiana será admitida en 1812 y se sentirá plenamente solidaria con el Sur. Le aportará numerosos soldados durante la guerra de Secesión. Uno de ellos, Pierre Toutant de Beaugerard, se convertirá en uno de los más célebres generales de la Confederación.

El esfuerzo criollo agrava la separación entre el Sur simbolizado por el virginiano y el norte representado por el yankee de Nueva Inglaterra. En el curso del siglo XIX, estas dos nacionalidades se enfrentarán en el seno de la Unión. “El yankee y el virginiano son dos seres muy dispares, señala Michel Chevalier en sus Lettres sur l’Amerique du Nord, publicadas por la Revue des Deux Mondes en 1836. Son los mismos hombres que se han rebanado las gargantas en Inglaterra bajo el nombre de Cavaliers y Cabezas Redondas. En América, donde no existe poder moderador, se devorarían entre sí, como antiguamente lo hicieron en la madre patria, si la Providencia no hubiera arrojado unos al Mediodía y los otros al Norte”. Michel Chevalier no podía prever que esta separación llevaría un día al Norte a devorar al Sur.

(c) Por la traducción: Ernesto Milà - prohibido reproducir sin indicar procedencia y utilizar esta traducción para fines comerciales.

Textos antiliberales (I de IV): Breve historia de la idea de progreso. Alain de Benoist

Infokrisis.- La idea de progreso aparece como una de las bases teoricas de la modernidad. Hasta hace poco se le consideraba, no sin razón, como la verdadera "religión de la civilización occidental". Históricamente, esta idea se formulo en torno a 1680, en el marco de la discusión que oponia a los antiguos y los modernos, en la que participaron Terrasson, Perrault, el abate de Saint-Pierre et Fontenelle. Se enrriquece más tarde por iniciativa de una segunda generación, que incluye principalmente a Turgot, Condorcet y Louis Sébastien Mercier. Los teóricos del progreso se dividen sobre cual es la dirección del progreso, el ritmo y la naturaleza de los cambios que le acompañan, y eventualmente a quienes consideran sus protagonistas principales. Pero, todos se adhieren, sin embargo, a tres ideas-clave:

1) un concepto lineal del tiempo y la idea de que la historia tiene un sentido, orientado hacia el futuro

2) la idea de la unidad fundamental de la humanidad, como un todo destinado a evolucionar en la misma dirección.

3) la idea que el mundo puede y debe ser transformado, lo que implica que el hombre se afirma como amo soberano de la naturaleza.

Estas tres ideas proceden originariamente del cristianismo. A partir del siglo XVII, el desarrollo de las ciencias y la técnica implica la reformulación de estas ideas en una óptica secularizada. A diferencia, en los Antiguos Griegos, solamente lo eterno es real. El ser auténtico es inmutable: el movimiento circular que garantiza el eterno retorno de lo mismo en una serie de ciclos sucesivos es la expresión más perfecta de lo divino. Si hay instantes de progreso y decadencia, dentro de un ciclo es porque no puede sino ser sucedido por otro (teoría de la sucesión de las edades en Hésiodo, del retorno de la edad de oro en Virgilio). Por otra parte, la determinación principal viene del pasado, no del futuro: el término “ar” devuelve sobre todo al origen (antiguo) como autoridad (arch, monarca).

Con la Biblia, la historia se convierte en un fenómeno objetivable, una dinámica de progreso que espera, en una perspectiva mesiánica, la llegada de un mundo mejor. El Génesis asigna al hombre la misión "de dominar la tierra". La temporalidad es el vector por medio del cual el mundo debe dirigirse progresivamente en dirección a lo mejor. Bruscamente, cada acontecimiento se convierte en un episodio de la salvación: Dios se revela históricamente. El tiempo, por otro lado, se orienta hacia el futuro, y va de la Creación a la Parusía, del jardín del Eden al Juicio Final. La edad de oro no esta en el pasado, sino al final de los tiempos: la historia terminará, y terminará bien, al menos para los elegidos de Dios. Esta temporalidad lineal excluye todo eterno retorno del pasado, toda concepción cíclica de la historia, toda imagen de la alternancia de las edades y los ciclos. Desde Adán y Eva, la historia se desarrolla según una necesidad opuesta a toda eternidad, avanza con la antigua Alianza y, en el cristianismo, culmina en una encarnación que no podra repetirse. San Agustin será el primero en tomar esta concepción filosofica de la historia universal que englobará a toda la humanidad, la cual debe progresar de edad en edad hacia algo mejor.

La teoría del progreso seculariza esta concepción lineal de la historia, de ahí derivan todos los historicismos modernos. La diferencia principal es que la armonia en el más allá es sustituida por la esperanza en un futuro mejor en la tierra, y que la felicidad terrenal sustituye a la salvación. En el cristianismo, el progreso sigue siendo, en efecto, mas escatologico que histórico en sentido literal. El hombre debe pretender lograr su salvación en la tierra pero para luego pasar al otro mundo. No tiene, por otra parte, ningun control sobre el plan divino. Por último, el cristianismo condena el deseo insaciable y considera, como el estoicismo, que la sabiduría moral reside más en la limitación que en la multiplicación de los deseos. Sólo la corriente milenarista, que se inspirá en el Apocalipsis, quiere anticipar el Juicio Final y acelerar la llegada del Reino de los Cielos en la tierra. La secularización de la visión de Agustin, inspirará la posteridad espiritual de Joachim de Fiore. Para llegar a su formulación moderna, la teoría del progreso necesitaba pues de elementos suplementarios. Éstos aparecen a partir del Renacimiento, y se evidencian a partir del siglo XVII.

El desarrollo de las ciencias técnicas, añadido al descubrimiento del Nuevo Mundo, alimenta entonces un nuevo optimismo en tanto que parecia abrirse una nueva era de cambios y mejoras infinitas. Francis Bacon, que es el primero en utilizar la palabra "progreso" en un sentido temporal, y no espacial, afirma que el papel del hombre es controlar la naturaleza conociendo sus leyes. Descartes propone igualmente a los hombres volverse a amos y dueños de la naturaleza. La naturaleza, escrita "en lengua matemática" para Galileo, se vuelve muda e inanimada. El Cosmos no es ya portador de un sentido en sí mismo. A partir de ahora no es mas que un ente mecánico que es necesario desmontar para conocerlo e instrumentalizarlo. El mundo se vuelve un puro objeto propiedad del hombre. El hombre prueba la convicción de que, gracias a la razón, no puede confiar mas que en sí mismo.

El Cosmos de los antiguos cede así su lugar a un nuevo mundo, geométrico, homogéneo e infinito, controlado por las leyes de la causa y el efecto. El modelo de comprensión que se aplica es un modelo mecánico, más concretamente el del reloj. El propio tiempo se vuelve homogéneo, mesurable: es el "tiempo de los comerciantes", que sustituye al "tiempo de los campesinos". La mentalidad técnica surge de este nuevo espíritu científico. La técnica tiene por objeto principal, acumular utilidades, es decir, ayudar a producir cosas útiles. Hay una convergencia evidente entre este optimismo científico y las aspiraciones de una clase burguesa que trata de imponerse en los mercados nacionales cuya creación se realizó al mismo tiempo que la de los reinos territoriales. La mentalidad burguesa tiende a dar solamente por válidos, o incluso por reales, exclusivamente las cantidades calculables, es decir, los valores reales. Georges Sorel verá más tarde en la teoría del progreso una "doctrina burguesa".

Se sabrá más siempre, por lo tanto todo irá mejor siempre.

En el siglo XVIII, los economistas clásicos (Adam Smith, Bernard Mandeville, David Hume), promueven, por su parte el deseo insaciable: las necesidades del hombre, en su opinión, pueden ser aumentadas siempre y constantemente. Está, pues, en la naturaleza del hombre querer cada vez más y actuar en consecuencia, pretendiendo permanentemente maximizar sus intereses. Junto al optimismo predominante, esta argumentación tiende a relativizar o borrar en los espíritus la doctrina del pecado original, que imponia limitaciones. Con una particular insistencia, se destaca el carácter acumulable del conocimiento científico. La conclusión que se extrae es el carácter necesario del progreso: se sabrá cada vez más, por lo tanto todo irá mejor siempre. Dado que "se compuso un buen espíritu de todos los que nos han precedido", se deduce la constante superioridad de los modernos: "somos enanos sobre hombros de gigantes", frase de Bernard de Clairvaux, recogida por Fontanelle. Los antiguos ya no tienen ninguna autoridad. La tradición, al contrario, es percibida como un obstáculo para el avance de la razón. La comparación entre el presente y el pasado, siempre dará la ventaja al primero y permitirá al mismo tiempo revelar hacia donde se dirigue el futuro. El movimiento comparativo se vuelve así profético: el progreso, considerado en primer lugar como el resultado de la evolución, se instaura como el principio de esa evolución.

Otra idea, ya formulada por San Agustin, es la de una humanidad concebida como un organismo unitario, que ha dejado progresivamente atrás la infancia "de las primeras edades" para entrar en la "edad adulta". Turgot habla así del género humano, que “desde su origen (...) parece a los ojos del filósofo como un conjunto inmenso que tiene, como cada individuo, su infancia y sus progresos”. El mecanismo cede aquí su lugar a la metáfora organicista, pero se trata de un organicismo paradójico, puesto que se no se preve ni el envejecimiento ni la muerte. Esta idea de un organismo colectivo que mejora perpetuamente dará nacimiento a la idea contemporánea del desarrollo como crecimiento indefinido. En el siglo XVII, se consolida un determinado menosprecio hacia la infancia, que se realiza al mismo tiempo que el menosprecio hacia los orígenes y los inicios, siempre observados como inferiores. El concepto de progreso implica además la idolatría del novum: toda novedad es mejor a priori por el hecho de que es nueva. Esta sed de lo nuevo, sistemáticamente considerado como sinónimo de mejor, rápidamente se convertirá en una de las obsesiones de la modernidad. En el arte, desembocará en el concepto de "vanguardia" (que tiene también sus contrapartidas en la política).

La teoría del progreso posee en adelante todos sus componentes. Turgot, en 1750, luego Condorcet, lo expresan en forma de una convicción: la masa total del género humano se dirigue siempre a una perfección mayor. La historia de la humanidad se percibe así como definitivamente unitaria. Lo que se conserva del cristianismo, es la idea de una perfección futura de toda la humanidad y la certeza que la humanidad se dirige hacia un único destino final. Lo que se abandona, es el papel la Providencia en esta progresión, que es sustituida por el poder de la razón humana. El universalismo se basa en adelante en una razón "una y universal en cada uno" que supera todos los contextos, rechazando todas las particularidades.

La irresistible marcha del progreso

Paralelamente se considera al hombre, no sólo como un ser de deseos y necesidades insaciables, sino también como un ser indefinidamente perfectible. Una nueva antropología le considera en realidad como una tabla rasa, una hoja virgen que puede ser llenada, o le asigna una "naturaleza" abstracta universal, enteramente disociada de su existencia concreta y sus diferencias. La diversidad humana, individual o colectiva, es observada como contingente, irrelevante e indefinidamente transformable por la educación y el "medio". El concepto de artificio se vuelve central y sinónimo de la cultura refinada. Se cree ahora que el hombre para realizar su humanidad debe oponerse a una naturaleza, de la que debe liberarse "para civilizarse"; la humanidad debe entonces liberarse de todo lo que podría obstaculizar la irresistible marcha del progreso: los prejuicios, las supersticiones, el peso del pasado, las tradiciones. Lo que lleva, indirectamente, a la justificación del terror: si la humanidad tiene el progreso como único destino, cualquiera que suponga un obstáculo para ese progreso puede ser reprimido de manera justificada; puede, así mismo, justificarse que cualquiera que se oponga al progreso de la humanidad pueda ser expulsado de la humanidad y señalado como "enemigo del género humano" (de ahí la dificultad de reconciliar las dos afirmaciones kantianas de la igualdad en dignidad de los hombres y del progreso de la humanidad).

Esta actitud de rechazo a la naturaleza y al pasado frecuentemente es representada como sinónimo de una liberación de todo determinismo. Realmente, el determinismo en relación al pasado es sustituida por el determinismo en relación al futuro: es el "sentido de la historia". El optimismo inherente a la teoría del progreso se extiende rápidamente a todos los ámbitos, a la sociedad y al hombre. Se supone que el reino de la razón desembocará en una sociedad a la vez transparente y pacífica. Supuesto ventajoso para todas las partes, el "suave comercio" (Montesquieu) debe substituir por medio del intercambio al conflicto, cuyas causas "irracionales" serán eliminadas progresivamente. El abate de Saint Pierre enuncia así un "proyecto de paz perpetua" que Rousseau criticará duramente.

Condorcet propone mejorar racionalmente la lengua y la ortografía. La propia moral debe presentar los caracteres de una ciencia. La educación tiene por objeto enseñar a los niños a deshacerse de los "prejuicios", fuente de todos los males sociales, y a hacer uso exclusivamente de la razón. La marcha de la humanidad hacia la felicidad se interpreta así como sinonimo del bien moral. Para los hombres de las Luces, dado que el hombre actuará en el futuro de manera cada vez "más ilustrada", la razón se perfeccionara y la humanidad devendrá en moralmente mejor. El progreso, lejos no afectar más que al marco exterior de la existencia, va pues a transformar al propio hombre. Un progreso adquirido en un ámbito se reflejará necesariamente en todos los demás. El progreso material implica el progreso moral.

A nivel político, la teoría del progreso se asocia muy rápidamente a un animus antipolítico. El carácter asignado al Estado por los teóricos del progreso es, sin embargo, ambiguo. Por un lado, el Estado reduce la autonomía de la economía, observada como la esfera de la "libertad" y de la acción racional por excelencia: William Godwin dice que los Gobiernos crean por naturaleza obstáculos para la propensión natural del hombre a comerciar. Del otro, permite al hombre, en la tradición contractualista inaugurada por Hobbes, escapar a las dificultades consustanciales al anarquico "estado de naturaleza". El Estado puede, pues, ser la vez obstáculo y motor del progreso.

La idea más habitual es que la propia política debe volverse racional. La acción política debe dejar de ser un arte, controlado por el principio de prudencia, para volverse una ciencia, controlada por el principio de la razón. A imagen del universo, la sociedad puede ser observada como un ente mecánico, cuyos individuos son meros engranajes. Debe, pues, ser administrada racionalmente, según principios tan regulares como los que se observan en la física. El soberano debe ser el mecánico encargado de hacer evolucionar la "física social" hacia "la mayor utilidad pública". Esta concepción inspirará la tecnocracia y la concepción administrativa y gestora de la política que se encontrará en un Saint Simon o en un Auguste Comte.

¿En qué desemboca el progreso?

Una pregunta especialmente importante consiste en saber si el progreso es indefinido o si desemboca en una etapa última o final que sería o una novedad absoluta, o la restitución "más perfecta" de un estado originario: la síntesis hégéliana, la sociedad sin clases que nos retornaría al comunismo primitivo (Marx), el fin de la historia (Fukuyama), etc. Se presenta al mismo tiempo, le interrogante de si el objetivo final, en caso de que tuviera uno, quizá pudiera ser conocido con anticipación. ¿En qué desemboca el progreso? ¿puede desembocar en otra cosa diferente a sí mismo?

Aquí, los liberales tienden a creer en un progreso indefinido, en una mejora sin fin de la condición humana, mientras que los socialistas le asignan más bien un final feliz determinado. Esta segunda actitud hace converger al progresismo y al utopismo: el cambio perpetuo desemboca en el estado estacionario y el movimiento de la historia anticipa, por medio del progreso, su final. La primera actitud no es, tampoco, la más realista. Por una parte, si el hombre está en marcha hacia la perfección, aquella, en tanto que es perfecta, deberá un día dejar de perfeccionarse. Lo que, por otra parte, implica que si no hay objetivo reconocible en el progreso, ¿cómo se puede aún hablar de progreso, puesto que solamente el reconocimiento de un objetivo dado permite afirmar que un nuevo estado representa, respecto a este objetivo, un progreso con relación al estado previo?

Otra pregunta igualmente importante sería: ¿El progreso es una fuerza incontrolada que se produce por sí misma, o los hombres deben intervenir para acelerarla o suprimir todo aquello que la obstaculiza? ¿El progreso es, por otra parte, regular y continuo, o bien implica saltos cualitativos bruscos y rupturas? ¿Se puede acelerar el progreso interviniendo en su curso o ¿se corre el riesgo, así, de retrasar su realización? Aquí, los liberales, creyentes en la "mano invisible" y del "laisser-faire", se separan de los socialistas, más voluntaristas, si no revolucionarios. Es en el siglo XIX cuando la teoría del progreso conoce en Occidente su apogeo. Se reformula, no obstante, en un entorno diferente, caracterizado por la modernización industrial, el positivismo cientifista, el evolucionismo y la aparición de las grandes teorías historicistas.

Se hace hincapié, entonces, en la ciencia más que en la razón en sentido filosófico del término. La esperanza se generaliza en una organización "científica" de la humanidad y en un control por la ciencia de todos los fenómenos sociales. Tal es el tema sobre el cual vuelven una y otra vez, de manera incansable Fourie, con su idea del falansterio, Saint Simon con sus principios tecnócratas, o Auguste Comte con su Catecismo positivista y su "religión del progreso".

La idea de progreso sirve de legitimación a la colonización

Los términos "progreso" y "civilización" tienden al mismo tiempo a convertirse en sinónimos. La idea de progreso sirve de legitimación a la colonización, cuyo objetivo en su momento consistió en difundir por todos los rincones del mundo los beneficios de la "civilización".

El propio concepto de progreso se reformula a la luz del evolucionismo darwiniano, dado que se reinterpretó la evolución de lo viviente como progreso (en particular, en Herbert Spencer quien define el progreso como evolución de lo simple hacia lo complejo y de lo homogéneo a lo heterogéneo). Las condiciones del progreso se transforman entonces sensiblemente. El mécanicismo del Siglo de las Luces se combinará a partir de ahora con el organicismo biológico, mientras que su pacifismo cede el lugar a la apología de la "lucha por la vida". El progreso resultará, en adelante, como un producto de la selección de los "más aptos" (los "mejores"), en una visión competitiva generalizada. Esta reinterpretación consolida el imperialismo occidental: la civilización tecnica del Occidente es considerada como la "más evolucionada", y en consecuencia la mejor.

La fama máxima del evolucionismo social le debe mucho a la idea de progreso. La historia de la humanidad se divide en "fases" sucesivas, que señalan las distintas etapas de su "progreso". La dispersión de las distintas culturas en el espacio transpuesto en el tiempo: las sociedades "primitivas" devolverían a los occidentales el recuerdo de su propio pasado (son "antepasados contemporáneos"), mientras que el Occidente les presentaría lo que sería su futuro. Condorcet hacía pasar a la humanidad por diez etapas sucesivas. Hegel, Auguste Comte, Karl Marx, Freud, etc proponen esquemas similares, yendo de la "creencia supersticiosa" a la "ciencia", de la "mentalidad primitiva" (mágica o teológica) a la mentalidad "civilizada" y al reino universal de la razón.

"Se generaliza la esperanza en una organización –científica- de la humanidad y de un control por la ciencia de todos los fenómenos sociales."

Conjugada con el positivismo cientifista, que afecta en primer lugar a la antropología y alimenta la ilusión de que se pueden medir las culturas con valores absolutos, esta teoría da nacimiento al racismo o supremacismo, que percibe las civilizaciones tradicionales, o como definitivamente inferiores, o como temporalmente atrasadas (la "misión civilizadora" de las potencias coloniales consiste en hacerles superar ese retraso), y postula que existe un criterio universal, un paradigma que permite jerarquizar las culturas y los pueblos según cuan próximas estén al ideal del progreso. El racismo aparece así directamente vinculado al universalismo del progreso, en tanto que cubre un etnocentrismo inconsciente o encubierto.

El final de los "días esplendorosos"

No se discutirá aquí, la crítica de la idea de progreso, que comienza con Rousseau, ni las innumerables teorías de la decadencia que pudieron oponérsele. Se tendrá en cuenta solamente que estas últimas representan a menudo (pero no siempre), el doble negativo, el reflejo de la teoría del progreso. La idea de un movimiento necesario de la historia se conserva, pero en una perspectiva invertida: la historia se interpreta, no como progresión constante, sino como una inevitable regresión (específica o generalizada). En realidad, el concepto de decadencia parece tan poco objetivable como el de progreso.

Desde hace veinte años al menos, las obras sobre las desilusiones del progreso se multiplican. Algunos autores llegan hasta decir que la idea de progreso ya no es mas que una "idea muerta" (William Pfaff). La realidad es seguramente más moderada. La teoría del progreso esta hoy seriamente debilitada, pero aún sobrevive bajo distintas formas.

Más no es sinonimo de mejor

Los totalitarismos del siglo XX y las dos Guerras Mundiales han reducido el optimismo de los dos siglos anteriores. Las desilusiones sobre las cuales se estrellaron muchas esperanzas revolucionarias suscitaron la idea de que la sociedad actual, pese a lo desesperada y privada de sentido que pueda ser, es a pesar de todo, la única posible: la vida social se vive cada vez más bajo el horizonte de la fatalidad. El futuro, que parece en adelante imprevisible, inspira más pesimismo que esperanza. La agravación de la crisis parece más probable que los "días esplendorosos".

La idea de un progreso universal sigue vigente. Se cree más que el progreso material vuelve al hombre mejor, o que los progresos registrados en un ámbito se reflejan automáticamente en otros. El propio progreso material aparece como ambivalente. Se admite que junto a las ventajas que confiere, tiene también un coste. Se observa que la urbanización salvaje multiplicó las patologías sociales, y que la modernización industrial se tradujo en una degradación sin precedentes del marco natural de vida. La destrucción masiva del medio ambiente dio nacimiento a los movimientos ecologistas, que estuvieron entre los primeros en denunciar las "ilusiones del progreso". El desarrollo de la tecnociencia, finalmente, plantea con fuerza la cuestión de los fines. El desarrollo de las ciencias ya no se percibe como una contribución siempre positiva a la felicidad de la humanidad: el propio conocimiento, como se ve en el debate sobre las biotecnologías, se considera como portador de amenazas. En estratos sociales cada vez más extensos, se comienza a comprender que más no es sinónimo de mejor. Se distingue entre tener y ser, entre la felicidad material y la felicidad a corto plazo.

Algunos temas del progreso siguen apareciendo, sin embargo, como predominantes, pero sólo con carácter simbólico. La clase política sigue llamando a la unión de las "fuerzas de progreso" contra los "hombres del pasado" y el "obscurantismo mediaval" (o las "costumbres de otra epoca"). En el discurso público, la palabra "progreso" conserva globalmente una resonancia o una carga positiva.

La orientación hacia el futuro sigue siendo dominante. Aunque se admite que este futuro está cargado de incertidumbres amenazantes, se sigue pensando que, lógicamente, las cosas deberían mejorar globalmente en el futuro. Retransmitido por el desarrollo de las tecnologías de punta y el ordenamiento mediatico, el culto de la novedad sigue siendo más fuerte que nunca. Se sigue también creyendo que el hombre es "más libre" cuanto mas se separe de sus pertenencias orgánicas o de las tradiciones heredadas del pasado. El individualismo que reina, combinado con un etnocentrismo occidental legitimado, en adelante, por la ideología de los derechos humanos, se traduce en la destructuración de la familia, la disolución del vínculo social y el descrédito de las sociedades tradicionales, donde los individuos siguen siendo solidarios a su comunidad de pertenencia.

Pero sobre todo, la teoría del progreso sigue estando ampliamente presente en su versión productivista. Alimenta la idea de que un crecimiento economico indefinido es a la vez normal y deseable, y que un mejor futuro pasa necesariamente por el aumento constante del volumen de bienes producidos y por la universalización de los intercambios. Esta idea inspira hoy la ideología del "desarrollo", que es dominante en las sociedades del Tercer Mundo económicamente retrasadas con relación al Occidente, y que hace al modelo occidental de producción y consumo el único destino necesario posible para toda la humanidad. Esta ideología del desarrollo fue formulada perfectamente por Walt Rostow, que enumeraba en 1960 las "etapas" que deben recorrer todas las sociedades del planeta para acceder al universo del consumo y del capitalismo comercial. Como lo mostraron distintos autores (Serge Latouche, Gilbert Rist, etc), la teoría del desarrollo no es más que una creencia. Mientras no se abandone esta creencia, no se habrá terminado con la ideología del progreso.

© Alain de Benoist por el texto original

© Ernest Milà por la corrección de una traducción incompleta encontrada en Internet – infokrisis – infokrisis@yahoo.es - http://infokrisis.blogia.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen

El problema de la construcción de mezquitas. Guillaume Faye

Por todas partes en Europase acelera la construcción de mezquitas (ya se han censados 2.000 lugares para el culto; más que en Marruecos) y, como siempre, dos campos se distinguen: los que quieren frenar tal movimiento –y que están lejos de pertenecer en su mayoría a la “extrema derecha”– y los que consideran mejor acelerarlo con el fin de no “dejar que el Islam se estanque en los sótanos y los garajes”, según la expresión ya consagrada.


Pero, tomemos algunos hechos recientes, por ejemplo el asunto de la gran mezquita de Créteil –al suroeste de la conurbación de París–, en cuanto atañe a su edificación. En 1990, el proyecto fue bloqueado, pero la municipalidad, obstinada, terminó por aprobar el plan. El coste se elevó a 4 millones de euros, de los que el alcalde ofreció uno, violando la ley de 1905 con la argucia de que no se trata más que de financiar las “partes culturales” del edificio–. Además, el terreno está alquilado a la municipalidad bajo el régimen de un contrato de arrendamiento de 99 años por un precio simbólico irrisorio. La mezquita terminará extendiéndose sobre 4.000 m2, de los que la mitad estarán dedicados a las actividades religiosas, y podrá acoger a 1.300 hombres y 640 mujeres.

Mas, una violenta polémica (que se está resolviendo actualmente en los tribunales de justicia) tenía lugar, puesto que el Crédit Agricole(1) había decidido cancelar las dos cuentas bancarias de la Unión de Asociaciones Musulmanas de Créteil (U.A.M.C.) –de las que una servía para recibir los “donativos” para la mezquita–. A consecuencia, Karim Benaïssa, presidente de la U.A.M.C., interponía una denuncia por discriminación y pedía a todos los musulmanes boicotear al Crédit Agricole. Hay que saber que cuando un banco –hecho rarísimo– cancela unilateralmente las cuentas de un particular o de una asociación lo es porque tiene sospechas muy graves de estos últimos, en particular por blanqueo de dinero sucio. Ciertamente, el Crédit Agricole ha permanecido en la más extrema discreción en todo momento, pero no sería imposible que hubiera descubierto que las sumas transferidas hacia tales cuentas para financiar la mezquita provinieran de actividades criminales.

Ejemplo de la “atracción” de una parte de los franceses ante la instalación acelerada del Islam en el corazón de sus propias ciudades, esta reacción de un jubilado preguntado por el periódico Val-de-Marne matin (10 de febrero de 2005): «¡Seré el primero en ir a visitar esa mezquita! Es normal que los musulmanes dispongan de un lugar digno de tal nombre para orar(2) . ¡No me planteo ninguna cuestión, para mí es una evidencia! Aunque la mezquita estuviese construida al lado de mi casa, ello no me supondría ningún problema. ¡Tenemos ya dos escuelas judías al lado de nuestra casa y todo transcurre muy bien!». Y el buen hombre añadía: «¡Lástima que no haya sido previsto más que una cafetería en esa mezquita; nos hubiera gustado mucho que hubiera un restaurante para poder ir a comer un cuscús!».

Mencionemos también el proyecto emblemático (y provocador) de la gran mezquita de Poitiers –de la que ya hemos hablado en estas columnas– con su minarete de 25 metros (de altura) y su terreno de 7.700 m2. Será el primer monumento de la ciudad que los viajeros ferroviarios divisen al entrar en la estación. Desde hace algunos años, tales implantaciones afectan a toda la Europa del Oeste, incluso hasta en sus lugares más recónditos. En el Centro-Oeste de Francia, a pesar de su reputación de no estar muy “tocado” por la inmigración musulmana con respecto al Norte, el Este, el Sureste y la región parisina, el periódico La Nouvelle République du Centre-Ouest citaba los departamentos en donde se han difundido(3) 3 proyectos de grandes mezquitas, otros 3 en construcción y 45 ya construidas. Evidentemente, no hay programada ninguna edificación de nuevas iglesias y, las que existen, cierran las unas tras las otras, a falta de fieles y de párrocos.

En todas las regiones se plantean también los problemas originados por la extensión de los recintos musulmanes en los cementerios(4) y de los lugares de matanza de los corderos para la fiesta ritual del Aid-el-Kebir.

Por supuesto, con el acuerdo total de la clase política bien pensante (P.C., P.S., U.D.F., U.M.P., Verdes) e hipócritamente islamófila –pero laica, naturalmente–, las autoridades musulmanas puestas en escena por Sarkozy y dominadas por la ideología agresiva surgida de los Hermanos Musulmanes desarrollan el argumento casuístico que expresaba (el 24 de febrero de 2005) Salah Merabbi, presidente de la comunidad islámica de Indre-et-Loire: «Si se quiere acabar con el extremismo, hacen falta lugares de culto dignos». Bonito sofisma: ¿En qué la multiplicación de las mezquitas “oficiales” implantadas en el corazón de las viejas tierras francesas impediría la acción del espíritu de conquista de la yihad inscrita en el Corán? Al contrario, tal movimiento lo alienta, al ofrecer una magnífica visibilidad de la rápida progresión del Islam.

Pero todas esas polémicas –por o contra las mezquitas– se parecen a los debates de los galenos de Molière, que preferían acometer a los síntomas de la enfermedad –misión imposible– mucho antes que a las causas. Ante la indiferencia general de los politicastros miopes, un reciente estudio gubernamental reconocía que, al ritmo actual(5) , en 2045, los franceses de origen y religión musulmana serán mayoritarios entre la población. Esta gigantesca conmoción –de lo nunca visto en la Historia–, este seísmo a escala de toda una civilización, que afectará también a otros países como Bélgica y Gran Bretaña, deja petrificada a una sociedad autóctona dominada por el culto del presente y la indiferencia hacia el futuro. La Europa del Oeste, en tres generaciones, se arriesga a convertirse en mayoritariamente musulmana si nada cambia: Es más, tal tormenta histórica se desencadena, a pesar de todo, envuelta de un silencio aplastante, ante las opiniones públicas y las elites ciegas y sordas.

Quienes echan pestes contra la multiplicación de las mezquitas o intentan oponerse a ellas o, incluso, retrasar su edificación, sin ir más lejos en la protesta, hacen pensar en aquéllos que intentan taponar las fugas de agua con esparadrapo sin osar llamar al fontanero. El problema no puede resolverse sino en su origen: Detener y seguidamente invertir los flujos migratorios musulmanes. No tomarla con las mezquitas sin plantear el problema en su totalidad, río arriba, es como luchar contra molinos de viento; las mezquitas brotarán como champiñones después de la lluvia desde el momento en que la población continúe islamizándose. Quede bien claro: La lógica última de la Historia es demográfica: Natalidad y migraciones en masa.

Por otra parte, aunque las poblaciones inmigrantes extraeuropeas no fueran en nada mayoritariamente musulmanas (pero, por ejemplo, no procedieran si no de la India, del Extremo Oriente, de las Antillas o del África ecuatorial), habría que oponerse a ellas con la misma firmeza.

(1) Similar a las cajas rurales de ahorro de España (N. del T.).

(2) La gente se imagina –porque ignora completamente el Islam– que una mezquita es, al igual que una iglesia, un tempo o una sinagoga, un «lugar de oración»; cuando, sobre todo, es un lugar de reunión, de enseñanza ideológica y de encuentros activistas.

(3)Loiret, Deux-Sèvres, Indre-et Loire, Vienne, Loir-et-Cher, Indre y Cher.

(4)El hecho de que los musulmanes ya no hagan repatriar su cuerpo hacia su país de origen prueba que ya se consideran en Francia como en su propia casa, y que este último país tiene, en su espíritu, la vocación de convertirse en tierra del Islam, Dar-al-Islam.

(5)Ritmo mantenido por las continuas llegadas de inmigrantes musulmanes (80% de las entradas), por la natalidad superior de los inmigrantes, pero también por las conversiones.

"El misterio del vino". Louis Charpentier (VIII PARTE). Traducción

22. La embriaguez sagrada

Noé, cualquiera que fuera la forma en la que realizó vino, incluso si se contentó con el mero mosto de uva, lo bebió considerándolo como un licor capaz de hacer alcanzar un estado diferente.

Para ello es preciso pues –al haber sido advertido por Dios o de cualquier otra manera– que considere que lo obtenido del fruto de la viña, dispone de un valor somático capaz de procurarle un estado de embriaguez religiosa.

Parece incluso que el valor particular de la viña haya sido conservado. Algunos fragmentos de la Thora contendrían la idea de que esta viña habría sido el famoso árbol del paraíso terrestre del cual Eva cogió, a pesar de la prohibición, el fruto que comparte con Adán.

Fruto del Arbol del Bien y del Mal

Fruto del Conocimiento

Fruto de todo Conocimiento

¿Eva había compartido con el primer hombre esta cosecha por la cual se ilustra Noé? ¿Conocieron ambos esta embriaguez que abre la Puerta de la percepción?

Haría falta saber de qué embriaguez se trata. Es difícil creer que Noé se hubiera emborrachado por azar; si lo hizo fue, más bien, porque quería hacerlo, porque seseaba alcanzar este estado de conciencia diferenciado que permite al hombre ponerse en relación con sus dioses, en este caso con Yavhé; o, si se prefiere, desearía comprender algunas cosas que permanecían ocultas cuando se encontraba en estado normal de conciencia.

Y si, estando ebrio, se ha mostrado desnudo ante de sus hijos, no es ciertamente de su desnudez física de lo que podían escandalizarse, sino más bien de que al haber puesto su pensamiento al desnudo, habría revelado secretos iniciáticos que debía conservar sólo para él, o no transmitirlos más que a quienes podían entenderlos o comprenderlos.

Dado que sus tres hijos se encontraban allí –de razas diferentes, no lo olvidemos– solo Jafet cubrió su desnudez, es decir, el de raza blanca, el único que podía comprender sus revelaciones, velándolas de nuevo. Si Cam se había burlado, es que esas palabras no tenían ningún sentido para él.

¡In vino veritas! Lo que significa, en realidad, no es en absoluto que el hombre algo ebrio dirá la verdad, sino que esta verdad se mostrará en él, y, como arrastrado por una fuerza irresistible, será, de alguna manera, obligado a reconocerla: en este estado, el espíritu estimulado por el vino se desprende de la materia y se convierte en clarividente.

Los germanos, que conocían los efectos místicos de embriaguez, habían recurrido a ella en circunstancias graves para la tribu, porque hacía de ellos seres inspirados y posesos, al facilitarles un contacto inmediato con los espíritus de los dioses, según su creencia. Bebían pues mucho, hasta embriagarse durante las grandes deliberaciones: elección de un jefe, alianza de tribus, declaración de la guerra o firma de la paz… Tomaban sus decisiones tras haber bebido y las ejecutaban luego sin cambiar nada: los dioses les habían aconsejado durante su embriaguez.

Pero beber no consiste solamente en la búsqueda de facultades superiores; para muchos, beber es olvidar. No se puede negar el papel consolador de la embriaguez. Es un medio a disposición del hombre para escapar, aunque sea durante un breve instante, a las preocupaciones y sobre todo a las fatigas de la vida cotidiana.

El bebedor se instala en un refugio donde nada, ni nadie, al parecer, puede alcanzarlo. Ama la alegría bulliciosa de los cafés o la alegría comunicativa de los banquetes, donde encuentra un auditorio al mismo tiempo que comparte las intenciones de quienes le rodean. Experimenta una agradable euforia durante la cual, separado de todo y de todos, se entrega, bajo el imperio de la bebida, al poder de las ilusiones y a las quimeras que surgen de las profundidades de su subconsciente.

En este estado, arrojado a una especie de serenidad beata, en un sueño sin fin, es liberado:

    Heme aquí libre y solitario
    Estaré esta noche ebrio y muerto… dice el poeta1

Embriagarse es una de las últimas posibilidades que le quedan al hombre cuya existencia roza el colmo de la miseria.

El alcoholismo, tal como se practica hoy por los jóvenes y la clase obrera, es una fuente constante de desesperanza; por su parte, el alcoholismo, tal como es practicado por las clases medias, con aperitivos a horas fijas, lo es igualmente; y el alcoholismo, practicado por las clases superiores, a base de mal “wisky”, no lo es menos.

No nos detendremos aquí.

Así mismo, no nos detendremos con los bebedores de cerveza. La cerveza, que ansían los melancólicos de los países brumosos, es una llave grosera del paraíso hacia el cual tiende el bebedor. Actúa sobre todo por cantidad. No se bebe cerveza en pequeños tragos, en vasos de cristal: se bebe en largos tragos y en grandes jarras.

Y, naturalmente, Dionisos, el gracioso dios del vino y de la naturaleza, coronada de sarmientos cargados, está ausente de estas bebidas. Deja la plaza a Gambrinus, uno de los groseros señores de la Fiesta, que desciende más bien de los Ases nórdicos que de los dioses griegos del Olimpo


Dejemos pues la cerveza a los bárbaros de las tribus sajonas, con su embriaguez pesada, y ved que diferencia entre las regiones donde madura el vino sagrado: Suabia, Mosela, Rhin… y demás.

Pues el vino, el verdadero, es una bebida sagrada; y la embriaguez de vino –de vino verdadero– es una embriaguez sagrada que no podría compararse con la embriaguez alcohólica que pueda procurar con extrema facilidad no importa que bebedizo y con el que no tiene nada que ver..

Cuando san Jerónimo decía: “No pertenece al mismo hombre conocer el peso de las piezas de oro y el sentido de las Escrituras, degustar los vinos y comprender a los profetas y a los apóstoles”, no parece que él mismo, obispo en alguna parte de España, lo hubiera comprendido como lo comprendieron los apóstoles a los que Cristo había ofrecía el cáliz diciéndoles: “Bebed, mi sangre”. ¿Cómo iba a poder comprender este mensaje sagrado que constituía el espíritu mismo de la religión, sin entrar en aquel santuario espiritual del que el vino es la llave?

El hombre debe conocer la embriaguez; pero no cualquier embriaguez. La mayor parte no son ni benéficas ni espirituales… Ninguna bebida sin espíritu podría provocar una embriaguez espiritualmente válida.

El vino, es nuestro sôma, para nosotros europeos nuestra bebida iniciática. Dejemos el agua para los musulmanes. Se ve muy bien a donde les ha conducido; no por culpa de los persas, responsables de toda la civilización árabe, haberlos prevenido.

Si no lo creéis, releed los encantadores poemas de Omar Khayyam que, tal como estos, celebraban el vino:

Aplícate a no permanecer ni un momento privado de vino, pues el vino
Que da reflejo a la inteligencia, en el corazón del hombre, a la religión,
Si el diablo había probado un solo instante, habría adorado Adán
Y habría hecho ante él dos mil genuflexiones.

Para producir la embriaguez que abre la Puerta, que da el espíritu, es preciso recurrir a una cantidad concreta. La dosis podría ser muy débil o demasiado fuerte. En uno o en otro caso, o bien no alcanza su fin, o lo excede. Solis dosis facit venenum, decía con razón Paracelso2.

El vino es agradable al gusto y, como la gama es casi infinita, existe vino para todos los gustos. Se les degusta más que se les bebe. Se saborea su aroma antes de degustarlos; su perfume es ya una promesa de felicidad. Es necesario que el alcohol esté allí, pues es quien proporciona este gusto particular, “el bouquet del vino”.

El vino es un presente de los dioses, que exige ser tratado según su rango. El conocedor –el que sabe estimar sus dones en todo su valor, no el que se emborracha, sino el que celebra el Misterio, que bebe precisamente lo necesario para aproximarse a los dioses– cuando levanta su copa, parece ver a lo lejos a través suyo, y cuando lo lleva a sus labios, tiene el aire de aquello que no sólo, escucha una melodía, sino que adivina, tras él, el silencio.

Incluso aun cuando el vino no embriague, realiza una imperceptible caricia en el sistema nervioso que da la seguridad de la existencia de un poder mágico muy presente. Pues su poder, efectivamente, roza la magia; vuelve al hombre mejor o peor, pero seguramente lo cambia.

Está presente en buena medida en la acción heroica. Lejos de despreciar a los héroes –los admito y los envidio demasiado para esto–, recuerdo humildemente que, por mi parte, cada vez que me fue dado realizar un acto de heroísmo durante la guerra o en la Resistencia, siempre estuve de tal manera embriagado que tomaba a las balas que silbaban cerca de mis orejas por ruidosos moscardones.

Incluso Bossuet había comprendido muy bien el efecto del vino, en un siglo que no era particularmente abierto al espíritu: “El vino, decía, es el valor, la fuerza, la alegría, la embriaguez espiritual. El vino tiene el poder de de llenar el alma de toda verdad, de todo saber y filosofía”.

Así, una mujer que ha bebido un poco –solo un poco– gana en picante y adquiere un no se qué agradable: sus ojos brillan primero, se vuelve alegre, se anima y por poco que tenga espíritu, se convierte en espiritual:

Un poco de vino vuelve más alegre;

El vino da ímpetu3…

Y Baudelaire hacía decir al vino:

Alumbraré los ojos de tu mujer arrebatada4…

Si la mujer que ha bebido un poco de vino es más encantadora, si el hombre se convierte en superior a sí mismo, hemos visto también que, por otra parte, su inteligencia se abre en un sentido oculto, en el sentido místico de las ideas: “se puede considerar la euforia de la embriaguez como un salvoconducto, en virtud del cual el espíritu libera de la naturaleza”, escribía Jünger.

La embriaguez es el estado que más se aproxima al éxtasis religioso; son dos estados del mismo orden y hay entre ellos una mayor similitud de lo que se podría pensar, semejanza que siempre ha sido conocida por los sacerdotes, los conductores de hombres y los magos. La embriaguez sigue siendo un medio para liberar los propios límites sobre el plano espiritual y entrar en comunión con lo que lo supera. Abre el alma y da acceso a un mundo sobrehumano. Crea el estado sagrado que eleva al hombre a la vida divina y lo une a sus semejantes, ebrios como él, pero lo une igualmente a los dioses.

El hombre cesa así de ser él mismo y se evade de las fronteras estrechas de la personalidad, para perderse en una especie de éxtasis.

Tal es precisamente lo que buscan los pueblos llamados primitivos, consumiendo bebidas que les hacen perder el sentido. Hemos visto lo que ocurría con los germanos que querían embriagarse; así ocurre también entre los adeptos del vudú: la unión con un espíritu o un dios, unión que llega hasta la posesión del hombre por un loa.

Es evidente que quien está bajo la influenza de un éxtasis místico y el hombre que se embriaga, pasan por las mismas fases que les permiten estar fuera de sí mismos, en un estado diferenciad de conciencia; y tanto uno como el otro experimentan las mismas dificultades para retornar a su estado de normalidad. Los relatos de Santa Teresa de Ávila y de santa Catalina de Siena lo atestiguan; y el biógrafo de esta última, Raymond de Capua, cuenta que al concluir sus éxtasis, cuando volvía a sí misma, “parecida una borracha que no puede despertarse de su sueño”.

La embriaguez, este éxtasis sin duda de un carácter inferior, no existe menos en tanto que éxtasis tal como ha escrito William James: “La atracción irresistible ejercida por el alcohol es debida sin duda a que excita las facultades místicas de la naturaleza humana, rechazadas habitualmente por la frialdad y la aridez de la vida normal”.

También es evidente que el artista sentirá la necesidad de usar e incluso de abusar de esta droga que es el vino, a fin de encontrarse, ante el arte, en un estado de gracia que le permita crear.

Tras una estancia en Holanda, Maillol decía: “No se pueden crear esculturas en un país donde no existe ni el sol ni el vino”.

Y Nietzsche proclamaba que “para que haya arte, para que haya una acción o una contemplación estética, la condición fisiológica preliminar e indispensable es la embriaguez.

Con él, ciertos autores pretenden que, si la embriaguez no ha educado los sentidos del hombre, el arte es imposible; para ellos, todos los tipos de embriaguez pueden producir arte. Sin embargo, no se puede negar que el resultado será diferente si la embriaguez se obtiene con vino antes que con cualquier otra bebida. Así el tipo de obra escrita al calor del vino, es la de Rabelais; no olvidemos que “carburaba” cuando consumía vino tinto, mientras que Verlaine daba lo mejor de sí mismo sólo en la atmósfera de las tabernas con su ambiente alcohólico.

¿Y el Greco?, ¿bebía? Se sabe que amaba la mesa y el vino; pero ¿era se trataba del vino o utilizaba cualquier otro tipo de excitante cuando pintaba durante la noche?, parece como si sus pinceladas escapasen de los rostros y las siluetas tan alargadas y tan místicas no podían ser pintadas mas que en un estado alterado. A menos que la noche y la soledad no le hayan bastado por sí mismas, pues, también ambas procuran una especie de embriaguez donde el artista extrae siempre fuerzas nuevas.

La embriaguez ¿sería pues una condición para la producción artística o literaria?

Existen un gran número de personas, cuya naturaleza exige imperiosamente el vino como alimento esencial de la vida. Iré más lejos: algunos de ellos no están verdaderamente en su estado normal más que cuando han bebido una cierta dosis de vino; están entonces alegres, encantadores, inteligentes y espirituales, abiertos a las múltiples facetas de la conversación. Es sólo gracias al vino que se muestran bajo su verdadero rostro.

Cuando por cualquier razón se priva a estos hombres de su vino, se convierten en taciturnos, sin espíritu de iniciativa, son conformistas, se contentan con todo y con todos; su personalidad queda, por todo ello, desfigurada e incolora, como la de los que, contra su voluntad, se ven privados de vino.

Uno de mis amigos, a quien la Facultad había prohibido el vino, decía hablando de la época feliz en la que vivía podía gozar con su alimento: “Era el tiempo en que yo vivía”. Para él, vivir sin vino no era vivir.

Francisco I, a quien la historia presenta como un alegre gentilhombre, amigo de Rabelais, protector de las Letras –pero que hizo cerrar escuelas e imprentas– promulgó un edicto particularmente severo para los borrachos:

“Cualquiera que sea encontrado ebrio por primera vez será preso a pan y agua. Por segunda vez será azotado. Por tercera vez, lo será públicamente. Y en caso de recaída, será castigado con la amputación de la oreja y la infamia y desterrando su persona”.

Sin embargo, dejar a las pobres gentes la facultad de alegrarse algo y la posibilidad de olvidar momentáneamente su miseria no revela solo humanidad: es sabiduría.

Los griegos, maestros de toda filosofía, lo comprendieron bien: no solamente divinizaban la belleza, el amor, la fuerza, sino que buscaron también la “embriaguez divina” en el vino, embriaguez que consideraban como sagrada. Los griegos habían divinizado todo lo que les parecía que aportaba una posibilidad de evolución para el hombre a fin de convertirse en un ser más fuerte, más hermoso, y sobre todo más lúcido.

En la Grecia antigua, la embriaguez no era escandalosa, como tampoco en Egipto: era un arte de vivir, casi una broma. El Banquete de Platón, que es un himno magnifico, muestra, al final, a Sócrates solo, perorando todavía al levantarse el sol para gentes que no lo escuchaban ya: todos los convidados estaban ebrios muertos en el trilinium donde habían bebido…

Licurgo, en Esparta, había hecho arrancar las viñas. ¿El resultado? Esparta no supo crear más que una virtud militar, dura y heroica, pero ausente de todo lo que embellece y ennoblece la vida. Mientras que en Atenas, madre de las Artes y de las Letras, Solón había simplemente prescrito beber vino con moderación.

Todos los grandes filósofos y poetas griegos cuyas obras siguen siendo modelos después de tantos siglos, amaban el vino y sabían apreciarlo. Y es de los cortejos báquicos y del delirio de las fiestas dionisíacas de donde han nacido la tragedia y de comedia.

Hoy, la verdadera virtud del vino, su fuerza mágica, su poder divino, se revelan aun en las fiestas otoñales y primaverales de los países vinícolas. El vino, entonces, fluye de los toneles, como si se tratara de fuentes; la embriaguez gana incluso a los que no suelen beber: sólo respirarlo basta para alcanzar la embriaguez que aporta la exaltación de la alegría de vivir y de amar.

Dionisos, finalmente, ha resucitado.

El hada o diosa gala Kerridwen era la personificación de la naturaleza e inspiradora de la poesía: en un caldero sagrado preparaba el brebaje de la sabiduría. Era una mixtura (gréal), compuesto, al parecer, por seis plantas mágicas que era preciso hervir durante todo un año.

Un día, mientras que iba a recoger hierbas, dejó el caldero a cargo de su enano Gwion. Pero, desgraciadamente, mientras el enano removía el precioso brebaje, le salpicaron tres gotas sobre sus dedos. Instintivamente, se llevó los dedos a la boca y así adquirió el Conocimiento.

Luego huyó. Perseguido por Kerridwen, una lucha con metamorfosis incluidas, se entabló entre ellos. Finalmente, Gwion, a fin de escapar a la magia, se transformó en grano de mijo que, ella convertida en gallina, comió; nueve meses después, tuvo un hijo, Taliesin, que más tarde sería el gran maestro de la sabiduría, un druida sabio entre todos.

Este caldero de Kerridwen, es igualmente el caldero de Lug; el caldero de la abundancia, el constructor, el mago. Es el Lug del largo brazo, el operativo. Hay un caldero en el cual hierven estas pociones que curan enfermos y heridos, que resucita a los muertos, el primero de los griales… Es médico y alquimista”1.

Al llegar el cristianismo, el caldero donde se prepara el brebaje divino se convierte en el vaso sagrado que Cristo había mostrado a sus apóstoles invitándolos a beber, “li vaissiaus u Jhesus sacrifioit”, aquel donde se ofrecía a sí mismo.

La leyenda cristiana de la Edad Media quiere que José de Arimatea haya recogido, en este mismo vaso, la sangre de Cristo que manaba del corazón traspasado por la lanza de Longinos: “Et la sanc qui en dégoutait mist en son vaisiel”.

El Grial es pues el instrumento de una comunión con el mundo sobrenatural; por otra parte, conservó los caracteres esenciales del caldero sagrado de las antiguas religiones célticas: da la sabiduría y, sobre el plano material, posee el poder de curar, así mismo apacigua la sed y el hambre. Así, cuando José de Arimatea sea encarcelado durante cuarenta y dos años sin recibir ningún alimento, le bastará contemplar el Grial que había conservado, para no tener necesidad ni de alimento ni de bebida.

“La historia de las cruzadas revela que, tras la toma de Ascalón, un vaso sagrado correspondió a los genoveses, un vaso de forma octogonal, de oro, y de este vaso nació la leyenda del Grial…2.

Por otra parte el tesoro de la catedral de Valencia, en España, dice poseer el verdadero Graal, que es igualmente un muy bello cáliz de oro adornado con piedras preciosas, que me ha sido dado admirar.

Volveremos a encontrar este vaso maravilloso a finales del siglo XII, en los relatos de Chrétien de Troyes:

Perceval, que cabalga solo en busca de aventuras, llega una tarde a orillas de un amplio río que no puede atravesar. Ve una barca sobre la que se encuentran dos hombres. Uno de ellos le ofrece hospitalidad: es el “rey pescador” o rey méhaigné (herido).

Cuando el joven caballero llega al castillo del “rey pescador” los servidores le rdciben despojándolo de su armadura y cubriéndolo con un manto escarlata. Luego, es conducido a la gran sala del castillo, en donde según nos dice Chrétien, había lugar para cuatrocientos caballeros. El señor que le ha invitado, anciano y casi enfermo, esta recostado sobre un lecho, ante una chimenea donde arde el fuego y ruega a Perceval sentarse a su lado. Y allí ocurre una escena extraordinaria:

Un valet3 entra, manteniendo por medio de un mango una lanza escarlata. En la punta de esta, una gota de sangre discurre lentamente a lo largo de la lanza, hasta la mano del valet.

Le siguen dos hermosos jóvenes llevando cada uno de ellos, candelabros de oro en los que arden gran numero de velas. Una joven les sigue detrás de ellos:

    Un graal antre ses deux mains
    Une damoiselle tenoit,
    Que avuec les valsez venoit,
    Bele et jante et bien acesmée4.
    Quant elle fut leanz antrée
    Atot le graal qu’elle tint,
    Une si granz clartez i vint
    Qu’aussi perdirent les chandoiles
    Lor charté come les estoiles
    Quant li solauz lieve ou la lune5.

Según Chétien de Troyes, el Graal era de oro puro. La joven que lo lleva es seguida de otra que sostiene una pequeña bandeja plana.

Se sirve una comida suntuosa… Y al día siguiente Perceval se pone en camino hacia la corte del Rey Arturo donde le esperan numerosas aventuras.

La muerte prematura de Chrétien de Troyes le impidió terminar el relato.

Inmediatamente tras él, a principios de siglo XIII, Wolfram von Eschenbach recuperó el mismo tema y concluyó el relato. Según la antigua leyenda germánica, Titurel habría levantado un templo al Santo Grial, en Montsalvat, y lo habría confiado a la guardia de doce caballeros templarios. Pero una tradición quiere que von Eschenbach diera como marco a su canción de gesta, el monasterio de San Juan de la Peña, cerca de Jaca, en España, morada de los templarios, guardianes del Grial, y donde aún pueden verse, esculpidos en el monasterio, sus enseñas

Para el poeta, el Grial es una piedra maravillosa “que en su esencia es toda pureza”, que sana e impide morir.

En su relato, el cortejo que recorre el castillo es mucho más fastuoso que en el de Chrétien; la reina, Repanse de Joie, está precedida por jóvenes magníficamente vestidas y “sobre un pañuelo verde esmeralda, lleva un objeto tan augusto que el paraíso no sería más hermoso. Este objeto, se llamaba el Grial”. Lo coloca sobre la mesa tallada en jacinto.

“Tres tablas han llevado al Grial. Una es redonda, la otra es cuadrada y la tercera rectangular y las tres tienen la misma superficie…”

“Y estas tres mesas están presentes en el plano de Chartres, siendo el medio de construcción más extraordinario y, por así decirlo, más extravagante que me he atrevido a describir”6.

Existe igualmente una “leyenda según la cual el Grial habría sido tallado en una esmeralda desprendida de la frente de Lucifer (Lux, lucis y fero: el que lleva la luz), al caer junto a los ángeles rebeldes a las esferas de la luz increada…”7

“De textura hialina, esta gema preciosa entre todas debe su color verde al spiritus mundi, al espíritu del mundo que se introdujo como en un vaso de elección”8.

Y esto plantea una cuestión: ¿qué era pues el Grial, este vaso misterioso del que se busca siempre su exacto significado? ¿Era el caldero sagrado donde los celtas preparaban sus “medicinas universales”? ¿O más bien era la copa que, tras haber contenido el vino de la Cena, hubo recogido la preciosa sangre de Cristo? ¿O la esmeralda, esta piedra preciosa como no hubo jamás, caía de la frente de Lucifer? ¿O según Wolfram von Eschenbach, la piedra maravillosa?

¿Continente o contenido?

Es evidente que “la leyenda cristiana del Grial no es más que la adaptación de una leyenda celta muy anterior. La palabra Graal es, en sí misma, un vocablo celta.

“Su origen no es, sin embargo, céltico. Puede ser mucho más antiguo. En mi opinión esta palabra deriva de la raíz “Car” o “Gar”, que significa “piedra”. El Gar–Al, o Gar–El, podría haber sido el vaso que contuvo la piedra, o el vaso de piedra (Gar–Al), o la piedra de Dios (Gar–El)”9.

Sea como fuere, es indudable que el símbolo es alquímico, tal como nos permiten pensar todos los poemas y leyendas que giran en torno a la preciosísima copa.

En el relato de Chrétien de Troyes, en la procesión que atraviesa la gran sala, una joven lleva el Grial de oro puro, otra sigue llevando una bandeja de plata; el sol y la luna, los dos padres herméticos de la piedra filosofal. Y la lanza, indispensable para  la obra alquímica, aún manchada con la sangre del dragón.

Y más adelante en el poema, Perceval, apoyado sobre su lanza, contempla –sin entender exactamente lo que está viendo– la sangre que ha extendido sobre la nieve blanca, una oca herida. El caballero está fascinado por estos dos colores, rotundos bajo el sol de invierno: el blanco y el rojo.

En la novela gala de Peredur, un pato había resultado muerto; sobre la nieve manchada con su sangre, se abatió un cuervo. Como Perceval, Peredur se detuvo a fin de mirar el cuervo negro, la nieve blanca y la sangre roja.

Es fácil reconocer en todo esto los tres colores alquímicos; en Chrétien, solamente aparecen dos: la obra al blanco y la obra al negro.

Para Wolfram von Eschenbach, es, como hemos visto, la piedra de “toda pureza, que cura e impide morir”, virtudes características de la piedra filosofal.

Y para nosotros cristianos, es el vaso sagrado que ha contenido el vino precioso de la Cena: la sangre de Cristo. Vino que cura el alma y le da la vida eterna.

En realidad, la solución del enigma nos es dada en el portal norte de la catedral de Chartres, el portal de los iniciados: Melquisedech lleva el Grial, el “santísimo vaso”, de donde emerge, perfectamente visible, la piedra filosofal. “Es el Santo Grial, es la gracia del Espíritu Santo”, tal como había dicho San Bernardo.

 

© Por el texto original en francés: Louis Charpentier

© Ernest Milà – infoKrisis – infoKrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen

"El misterio del vino". Louis Charpentier (VII PARTE). Traducción

18. La cuba de vino

Tras el prensado, se coloca el vino –o más bien el mosto– en la cuba, pues todavía no es vino, sino simplemente zumo de uva.

Este proceso posterior al prensado recuerda, de alguna manera, el nacimiento de un dios.

El vino se convierte en un ser.

Experimento algún escrúpulo en llamarlo vino, pero en esta fase de transformación es un ser viviente. No es todavía, hablando con propiedad, un ser delimitado. Vive; pero no es en absoluto un ser en el sentido en que se le supone dotado de una individualidad. Y, sin embargo, por analogía, a pesar de que se trate de un líquido, se le puede igualmente considerar un elemento vivo. Un elemento viviente, es algo que puede, además, servir de soporte para la vida; es decir, que los fermentos y los microbios pueden vivir en él, tal como ocurre con el vino; Teodoro de Banville escribe con precisión: “En el fondo del vino se oculta un alma”. Entonces…

La cría del vino es un arte.

Es aquí donde el viticultor muestra a la vez su intuición, su sabiduría y su sentido de la naturaleza. O bien sirve de una receta como de una receta de cocina, aun cuando esta receta –que quizás le viene de familia– haya dado anteriormente muestras de un resultado mediocre. O bien el viticultor ama su oficio hasta el punto de hacer de él un arte; procura hacer vino por el vino mismo, lo mejor posible; ausculta su cuba cada día, con la oreja, la nariz y incluso en la mano.

En un tiempo que parece lejano –pero que no lo es exactamente– en el tiempo, los viejos viticultores tomaban la temperatura de la cuba con la mano y pegaban la oreja a la cuba escuchando la marcha de la fermentación; todo esto es relativamente fácil para los que han adquirido cierta experiencia: y luego advertían el estado de la fermentación por el olor particular que se desprendía de la cuba. Puede decirse que todos los sentidos se movilizaban para secundar de maravilla al experimentador. Y, sin duda, el sexto sentido, que llamaremos aquí “intuición” estaba también presente.

René Benjamín  cuenta que apoyado sobre su tonel, un viticultor le hablaba de su vino con ternura; y añade: “Caballero, cuando Él ha lanzado su primer impulso, cuando Él no dice nada, entonces, sitúo sobre los toneles, con arena, una capa de hojas de viña.

– ¿Caramba! ¿arena y hojas?

– Si señor, para que los espíritus no se disipen”.

Hoy, todo esto parece haber concluido; los viticultores modernos lo ignoran: han perdido los secretos de los dioses. Se ha reemplazado el saber hacer y la experiencia por los termómetros, los nanómetros, y cantidades considerables de instrumentos con denominaciones frecuentemente bárbaras. Ya no hay espacio para ninguna contribución sensorial del hombre; salvo quizás en algunos viticultores. En las cavas industriales, nada de eso no existe: no hay contacto entre el hombre y la materia. Con la irrupción de la máquina de vendimiar, se puede incluso imaginar un vino en el cual la mano del hombre no haya participado en absoluto.

Y entonces, ¿qué calidad tendrá este vino del que se ha excluido todo calor humano, toda atención, e incluso toda ternura? Se podrá ciertamente obtener, gracias a la situación de los campos y al sol, un buen vino, pero ¿será un gran vino? Permítaseme dudarlo. Y, lo que es peor, se continuará llamando vino a este líquido que tendrá muy poco de vino.

La fermentación juega un papel primordial en la vinificación porque representa una especie de depuración y considero que es al mismo tiempo una operación alquímica, porque en este estadio todo lo que debe ser eliminado es separado del resto. La evacuación se hace por desprendimiento del gas carbónico y, como en toda obra alquímica, gracias al calor.

En las cubas, se elabora vino blanco prensando directamente el jugo. En cuanto al vino tinto, se hace poniendo los hollejos a macerar, de forma que se pueda extraer, no solo el color, sino también los taninos y los productos y los aromas que los acompañan. De todas formas supone un enriquecimiento considerable en sustancias minerales, enzimas, elementos nitrogenados y demás. Por ello el vino tinto, con tal de que sea de buena calidad, es excelente tanto desde el punto de vista intelectual como desde el punto de vista energético, pues fortifica magníficamente el cuerpo.

Es particularmente importante que las cubas tengan una forma circular. Es necesario –por no decir indispensable– evitar las formas angulosas y sobre todo las formas cuadradas, la circulación de las moléculas del vino se hace siempre en un sentido giratorio y siempre en el mismo sentido en relación a la rotación de la tierra. He llegado a visitar cavas de un gran vino de Borgoña: ¡las cubas eran cuadradas! Sentí un escalofrío…

Las cubas de fermentación deben pues ser redondas y lo son en general. A menudo, estos enormes cilindros se hacen con cemento, por una simple cuestión financiera, pero nada es más útil, evidentemente, que las cubas de madera: el cemento es cálido en verano y frío en invierno. Las cubas de acero inoxidable y de aluminio deberían ser igualmente eliminadas; en efecto, si se colocan las manos sobre una cuba de acero inoxidable, se percibe inmediatamente que está muy fría: es una materia muerta.

Así mismo, las cubas deberían estar separadas unas de otras a fin de permitir la libre circulación del aire.

Pero esto no es todo; la fermentación se empareja con un proceso de tal manera sensible que las precauciones se han multiplicado en el curso de los siglos: “En la generación de mi abuelo, me decía un amigo enólogo, no se dejaba nunca a una mujer entrar durante la fermentación en una cava. Jamás. En algunas se las admitía, pero nunca en sus períodos mensuales, evidentemente. Y, desde luego nunca durante la vinificación, cualquiera que fuera el período del mes y la edad de la mujer.

“Es preciso decir que en aquella época, la higiene no era lo que es hoy, y es cierto que el flujo menstrual suponía una fuente de putrefacción.

“Mis abuelos, por ejemplo, tenían una casita de campo con un vergel; había tres mujeres en la casa: mi abuela, mi tía y mi prima; ellas mismas tenían cuidado de no entrar en la bodega, ni en ir a donde se encontraban las vasijas con el salazón durante esos períodos en los que “la mujer está maldita”, como dicen los orientales; sabían que esto provocaría efectos de putrefacción sobre la leche, los quesos y sobre todo lo que se conservaba de perecedero.

”Sin embargo, añadía, pienso que hubieron abusos y exageraciones, pues conozco el caso de una explotación en Champagne mantenida solamente por mujeres. La propietaria era viuda; era una mujer todavía joven, con tres hijos estudiantes. Había perdido a su marido antes de cumplir los cuarenta y no había querido volver a casarse, así pues, asumía ella misma todos los trabajos: el podado de las viñas, la vendimia, el trabajo de vinificación, el embotellamiento del vino; todo, en definitiva.

“El producto que sale de esta casa es bueno, si no mejor que el de sus vecinos. Por tanto, existe un ostracismo que es en ocasiones exagerado. Y tal es la prueba”.

Otras tradiciones subsisten, y no puede decirse que sean erróneas pues proceden directamente de una experiencia secular de los fenómenos de la naturaleza: los viticultores no se aventurarán a embotellar un vino precioso al capricho de una luna nueva. Se abstendrán igualmente, si el viento viene del mar, o aparecen nubes densas y oscuras. Si esto les es posible, elegirán, preferentemente, el día más seco.

E incluso, a pesar del mayor cuidado que se ponga, diez botellas de vino extraídas de una misma barrica no serán completamente iguales. Un poco más de aire o un poco menos entre el tapón y el líquido, y formas de vida diferentes van a concretarse en el tiempo como en la esencia misma del vino. Si estas diez botellas son puestas en cavas diferentes, cada una de ellas tendrá una llamada misteriosa que le es propia y que el hombre no puede discernir. El vino continúa viviendo en las botellas, como ha vivido en las barricas, y se experimenta siempre en abril el crecimiento de las primeras hojas sobre las cepas. Y cuando llega junio, incluso si se transportan botellas hasta el hemisferio austral donde las estaciones están opuestas a las nuestras, estas botellas medirán el tiempo con precisión, a fin de estar al unísono de sus hermanas que han permanecido en las cavas de origen, y de su madre la viña: “trabajarán”, en la misma época y al mismo tiempo, tal como lo hemos visto, pero no ceso de maravillarme de este la
zo que nunca termina de romperse.

¿Instinto? No; conocimiento, quizás…

El vino es un líquido sagrado, dado por los dioses, y digno de los dioses. Es por ello que, en su fabricación y en el lugar donde se elabora es necesario crear –y mantener– cierto clima de pureza litúrgica, que sólo pueden producir la música y las flores. Las flores y el canto de los pájaros. No puede imaginarse a la uva madurando sin pájaros y sin flores campestres, y son el concurso del sol, casi por obligación.

Pero, el mismo, el vino que se ha convertido en un ser vivo y que desde la cuba empieza a vivir su vida, debe ser “educado” como un adolescente que intenta vivir y que se “pule” en contacto con un educador.

Conozco un joven viticultor que acude regularmente a su bodega a principio de cada estación, es decir, como mínimo, cuatro veces por año; y aquí, en un lugar preciso, emite sonidos, vocales, especies de encantaciones si se quiere, durante un rato: “Cada vez que puedo hacerlo –me dice– lo hago. Cargo el lugar de esta forma. Lo hago en la tarde o muy pronto, a primera hora de la mañana”

Y parece que esto “funciona”. ¿Por qué?

Me dice igualmente que desde que ha conducido su explotación de manera natural y cosmobiológica, hace ya varios años, hay gran cantidad de pájaros, algunos gorriones y jilgueros que hacen su nido en la misma bodega. Si sienten las corrientes –lo cual es probable– y las prefieren a las de la química industrial, sería muy posible que sus cantos tuvieran una influencia sobre el vino que se está haciendo, como la tenía sobre la viña, siendo ésta particularmente sensible a la música, con tal de que los sonidos sean armoniosos.

Los mayores cuidados deben ser aportados en la elección y en la instalación de la bodega. Se ha podido decir, con razón, que “en una cava, las botellas no meditan: trabajan”. Es preciso aportarles el mayor confort posible a fin de que el vino pueda educarse con toda tranquilidad. Algo que es más fácil decirlo que hacerlo.

No está al alcance de todos tener –como en el Clos–Vougeot– una bodega cuyos muros no tienen menos de un metro de espesor, y cuya temperatura permanece constante, entre 5 y 12º; sin embargo, hay algunas reglas que es indispensable observar, sino la bodega no será en absoluto más que una reserva de vino, y no tendrá derecho a recibir el nombre de cava.

Empecemos por el primer principio: una cava de vino no debe contener más que vino con exclusión de cualquier otra cosa que arriesgaría a darle un “gusto” y ya hemos visto la sensibilidad que le es propia, ya que conserva el perfume de las flores y de las plantas que rodean a la viña, sin hablar del olor de los conejos y de otros pequeños animales que circulan en la zona.

Una buena cava debe ser sombría: la luz es perjudicial para los fermentos de todo tipo que deben trabajar para bonificar el vino y hacer grandes vinos. Y los elementos vivientes de la botella podrían ser eliminados o atenuados por una claridad demasiado brutal.

Se sabe que toda operación alquímica debe hacerse en la oscuridad; y una gran luz no es necesaria al gourmet que va a elegir su vino; para descender a la cava, la modesta luz de una palmatoria, debería ser suficiente, y una pantalla protectora sería perfecta. Y sobre todo nada de luz de neón: los vinos blancos no la soportan.

Y también hay otros enemigos de las cavas: el ruido y la trepidación. Y en nuestra época, el ruido está por todas partes y esto constituye precisamente una mortificación para el vino.

La temperatura debe ser relativamente fresca, pero sobre todo constante y no puede obtenerse verdaderamente más que en construcciones de piedra. Esta temperatura constante es necesaria e incluso indispensable para educar el vino. Naturalmente, la cava deberá estar aireada, pero sin corrientes de aire.

Esto me hace recordar las salas hospitalarias que se habían construido hacia los siglos XII y XIII, en los hospicios y los albergues regentados por los monjes, tales como en la sala del hospicio de Beaune, o la de la Madeleine de Provins, por no citar más que a dos.

Es, en efecto, extraño que se hayan erigido estas salas con procedimientos góticos; y me parece evidente que si se ha hecho así es porque existirían razones válidas para ello, allí donde se encuentran enfermos esperando cura. No puede ignorarse que Chartres, recibía en la Edad Media durante las peregrinaciones a enormes cantidades de enfermos, a los que se les alojaba en la misma iglesia.

Sería quizás exagerado pensar –lo hago sin embargo– que lo que es bueno para el hombre es bueno también para el vino.

Un día, encontrándome en la encomienda templaria de Tours, cerca de Chartres visité, en el subsuelo de una torre, una especie de despensa, construida sobre un cruce de ojivas (cuatro ojivas) y se me afirmó que ninguna materia, legumbre o carne, ni perecía ni se enmohecía

Y sueño un lugar así done el vino, tan querido a mi corazón, se encontraría bien y se elevaría arrebatadoramente.

19. El vino médico

Noé tenía seiscientos años cuando tuvo lugar el diluvio. Anteriormente era vendimiador y su cosecha no era ciertamente la primera ni sería la última. Había plantado viña y sabía hacer vino. Dios no le había prohibido, entonces, ¿por qué no hacerlo?

Vivió aún 350 años más; lo que no está nada mal, y es prueba de que el vino no es una mala medicina, sino verdaderamente causa de longevidad.

Sin embargo, no creo que los vendimiadores, aquellos que, de la uva extraen el vino y se respetan suficientemente para no hacer cualquier bebida que contenga una suciedad química, yo no creo, decía, que ni siquiera ellos puedan batir el record de Noé.

No parece, estadísticamente, que los vendimiadores vivieron más tiempo que los demás; pero una cosa notable es que alcancen la vejez, esta sea más plena y sobre todo más equilibrada que la vejez de los demás hombres.

El vino utiliza la energía dinámica del alcohol, neutralizando sus efectos destructores. Quema los deshechos de la fatiga, azote del sistema nervioso, fortifica los músculos, vuelve el espíritu más ágil, e inclina el carácter a la simpatía y la indulgencia. También ejerce y ejercerá siempre un efecto saludable sobre las viñas dignas de este nombre; aquel que degusta su vino, lo degusta, pero raramente se embriaga. Además, es generalmente su mejor vino, el más natural, el que conserva para él y que favorece su salud.

Los pueblos de la Antigüedad que sabían de qué se trataba, consideraban el vino como una bebida muy agradable para beber, comunicaba cierta euforia digna de los dioses, pero también era considerado como un remedio. Así un papiro del Antiguo Egipto nos trasmite un remedio médico a base de vino.

Homero indica una receta particularmente eficaz contra las heridas; cuando Macaon fue herido en el hombro derecho, Néstor le aconsejó comer queso de cabra regado con vino de Pramma: “Siéntate, bebe, mezcla queso de cabra con vino, tras haber comido cebolla para excitarte a beber más”.

El remedio no dejó ciertamente de dar felices efectos, pues Macaon se sirve de él más tarde para curar sus heridas.

También en la Ilíada se relata que “la rubia Hecamedes vierte un brebaje reparador para Néstor y Macaon, compuesto por vino, harina y queso”.

Se conocen igualmente otras recetas, tales como un colirio empleado por los griegos, y en el cual entraba el vino de Chios. Y Phanias de Atenas escribe que los médicos regaban sus cepas con un zumo de elaterium, para dar al vino una virtud laxante.

Pero en absoluto era necesario cuidar de una forma especial todas las viñas, pues el vino maerótico de las proximidades de Alejandría, era blanco, ligero, con gran bouquet, considerado como diurético, mientras que los de las orillas del Nilo y de Tebaida eran ligeros, digestivos y recomendados para los que tuvieran fiebre.

Así incluso hoy ocurre lo mismo con nuestras cepas: los vinos de Borgoña no tendrán los mismos efectos sobre la salud que los vinos de Burdeos, de Champagne o de Anjou.

“El vino, decía Hipócrates, es algo excelente para el hombre, tanto en la salud como en la enfermedad, cuando se usa a propósito, de una manera moderada y conforme a su temperamento”. Pero no puede emplearse cualquier vino para no importa que uso; desde antiguo se le ha utilizado en masajes para fortificar los músculos de los niños, de los atletas del circo y de los soldados en la guerra.

Para este uso externo, se empleaban los vinos pesados y aromatizados; eran particularmente eficaces para cicatrizar las llagas y evitar que se infectaran. El vino cálido con canela reconfortaba las fiebres; y, mezclado con algunos productos, era utilizado para combatir la anemia y la clorosis. Numerosos escritos de literatura antigua hacen mención a él

Platón mismo, el hombre más sabio de la Antigüedad, miraba el vino como el mejor presente que los dioses pudieron regalar a los hombres. En cuando al médico griego, Asclepios, afirmaba que el vino, por su utilidad, tiene un poder casi igual a estos mismos dioses. Así no es extraño que Grecia hiciera del vino un Dios, personificándolo en Dionisos y haciendo, al mismo tiempo, de él un dios curandero.

Catón, que vivió en Roma hacia el 200 a. JC y cuya casa era renombrada por su frugalidad –por no decir por su “economía”–, hacía distribuir, cada día, tres medidas de vino (cuatro quintas partes de litro) a cada uno de sus esclavos. Quizás era por humanidad, pero lo más probablemente es que fuera para obtener mejores resultados en el trabajo, y sin duda también, porque un esclavo costaba muy caro y debía hacerse todo lo posible para conservar su buena salud.

En las Geórgicas, Virgilio llega incluso hasta a aconsejar consolar a los “moribundos introduciéndoles con un embudo de cuerno, el jugo de la prensa”1. No se sabe lo que opinaba el moribundo en ese trance… Beber vino, de acuerdo, pero con un embudo…

San Lucas, el patrón de los médicos, creó el famoso bálsamo de Tarnamira, a base de aceite y de vino con objeto de curar y cerrar las llagas; y dejó la fórmula que siguió en vigor durante los siglos siguientes.

Y San Pablo, ¿acaso no escribía a Timoteo, obispo de Éfeso: “Me comunican, amigo mío, que no tomáis más que agua. Os habéis equivocado. Tomad pues un poco de vino a causa de vuestro estómago y de vuestras múltiples enfermedades”.

Así mismo, mucho más tarde, Montaigne recomendaba el vino a La Boétie que estaba enfermo, como un remedio soberano.

Antes suyo, la medicina medieval consideraba el vino como uno de los principales brebajes curativos, al mismo tiempo que una fuente de salud, y entraba en la composición de numerosos remedios.

Los vinos de Francia (de Ile–de–France) eran más renombrados que los de Auxerre; lo que no impedía al duque de Borgoña, Felipe el Atrevido, proclamar en su edicto de 1395, que los vinos de la Côte–d’Or no tenían igual en todo el reino “para el alimento y la sustentación de la criatura humana”

Por el contrario, en Orleáns, se señalaba en el siglo XV, los vinos del crudo “como los mejores y los más propios para el cuerpo humano que pudieran encontrarse.

Y era hasta tal punto era evidente que el vino “confortaba” que en la Edad Media, cuando se conducía a París un condenado a la horca de Monfaucon, el cortejo se detenía en la calle de las Hijas de Dios y, allí, ante el convento, se le daba a beber dos copas de vino. Por la misma razón, sin duda, se servía también a los jueces que debían asistir a la ejecución y que acompañaban al desgraciado.

La farmacopea abunda en recetas a base de vino; cada hospital tenía sus remedios particulares: existía el vino de la Caridad, del Hotel–dieu, de Trousseau; e igualmente el vino de Cólquida, el vino de pozal, el vino de cebolla, del que disponemos la fórmula en la obra del doctor Eylaud: cebolla cruda, 200 g de miel líquida, 100 gr, y vino blanco, 700 grs. Tres vasos de vino de Burdeos por día extraña recomendación… contra las cirrosis2…

En Francia, muchos médicos y entre ellos los más célebres, han expuesto los méritos del vino y lo han preconizado para los enfermos como un excelente remedio.

Arnau de Vilanova, alquimista y médico de la escuela de Montpellier, escribía a principios del siglo XIV que “algunos pretenden que es bueno para la salud embriagarse con vino una o dos veces por mes…”.

Y el médico Jean Cuba abundaba escribiendo en 1539 que: “El vino conforta la digestión del estómago y también hace la segunda digestión que se realiza en el hígado”.

Pero nadie mejor que Rabelais que ha hablado del vino y, pareciendo que bromeaba, ha aludido a sus virtudes médicas:

Cuando Panurgo quiere volver a unir la cabeza al cuerpo de Epistemon: “Entonces limpia muy bien con buen vino blanco el cuello y luego la cabeza, y espolvorea con polvo de Diaderdis que lleva siempre en una de sus bolsas, luego únelos con no sé qué ungüento y ajusta vena contra vena, nervio contra nervio, músculo contra múlculo, a fin de que no tenga tortícolis… para acabar dándole quince o dieciséis puntos de aguja para evitar que caiga a la derecha…”.

Epistemon “se da un gran pedo, dice Panurgo, y en este momento queda definitivamente curado»; e le invita a beber un gran vaso de vino blanco»3.

Pero no sería necesario citar a Rabelais, al que es mejor leerlo, vaso en mano, por supuesto... para conservar la salud.

No hay pues que extrañarse que tras una enfermedad que le había debilitado particularmente, Luis XIV tomó, por orden de su médico Fagon, vino de Nuits, a fin de recuperar fuerzas. Naturalmente, enfermo o no, toda la corte siguió este régimen, desde luego muy placentero para quien conozca las virtudes del vino de Borgoña; y que –os lo puedo jurar– no son solamente médicas.

Gracias al vino el rey fue en parte curado también de su fístula: había sido tratada con una decocción de absenta, cortezas de granada, rosas de Provins y musgo hervidas en vino tinto.

Bajo Luis XV, el mariscal de Richelieu, llamado gobernador de Aquitania, llega enfermo a Burdeos. Se le prescribe baños de leche, cosa que, naturalmente, no le reportó ningún bien. Entonces, no se sabe bien qué doctor, le aconsejó beber vino; el mariscal estuvo pronto en pie e incluso, dice la crónica, conoció una nueva juventud. A partir de entonces se llamó al vino de Burdeos tisana de Richelieu.

Encantado, el mariscal propuso con tanto entusiasmo el burdeos que la corte se aficionó a beberlo, mientras por iniciativa del rey no se bebía más que borgoña y champagne.

En esa misma época los Château–Carbonnieux, habían pasado en 1741 a las manos de los benedictinos de la abadía de la Santa Cruz, que los habían vendido a los turcos bajo la denominación de agua mineral de Carbonnieux; la Turquía, musulmana, lo compraba y degustaba sin recato. Todo consiste en ponerse de acuerdo con las palabras…

Mientras que la Gazette de la Santé recordaba a sus lectores que “si el vino que se destina a nuestro uso fuera siempre puro y natural, sin mezclas, si se toma con moderación, lejos de acortar los días, será capaz de prolongarlos…”

En este punto reside todo el problema: es preciso que el vino sea bueno y que sea respetada su misma cualidad.

El vino es un elemento viviente, y es preciso que lo sea para ser eficaz, pues es el vino natural, el vino puro y no falsificado, quien facilita al organismo lo que le es necesario, es decir elementos de mineralización de suplencia y de mantenimiento. Además, es rico en vitaminas que son absolutamente indispensables para el buen funcionamiento de la máquina humana.

“Es, en efecto, fácil, escribe el doctor Maury, proclamar la nocividad del zumo fermentado de la viña, cuando precisamente este elemento vegetal está ausente en el seno de este, o más bien de su sustituto bautizado como tal”4.

Sin embargo, el vino, el verdadero, es un medicamento cuya acción tónica es tan notable que sería preciso reinventarlo como agente terapéutico si no existiera ya como bebida habitual, decía un doctor amigo. Pues hay un efecto importante que procura el vino–remedio, y que ningún otro medicamento aportará y no puede aportar: la alegría. Su influencia sobre la moral es muy grande, tanto que resulta ser un remedio soberano contra la neurastenia y contra todas las enfermedades psicosomáticas actualmente tan de moda.

La prueba es que son las regiones donde se bebe más vino, al menos en Francia, las que registran el porcentaje de longevidad más elevado.

El vino es, no solamente un verdadero alimento, un fortificante y un medicamento de uso externo e interno, ejerce también una acción bactericida muy eficaz contra todos los microbios de nuestro organismo sean cual sean, e incluso contra el bacilo tan temible de la fiebre tifoidea, el bacilo de Ebert.

Por ello, desde la antigüedad, es de usual beber vino blanco acompañando a las ostras, sano precepto alimentario, de hecho, necesario con todos los mariscos, al igual que el vinagre en la ensalada y acompañando a todos los vegetales crudos, es un excelente bactericida.

Uno de mis amigos, el doctor español Félix Mocoroa, ha hecho un estudio muy interesante sobre la acción bactericida de los vinos de la Rioja, estudio muy válido para los vinos franceses. Señala que estos vinos tintos son tanto más activos cuando más viejos, y tanto mejores son, más fuerte es su acción5.

El doctor Mocoroa estima que se pueden extraer diversas conclusiones de sus experimentos. Primeramente, si se añade vino rojo –o una sangría muy fuerte– con agua sospechosa de estar contaminada, se verá libre de infecciones enterobactericidas. Y piensa que sería muy placentero poder curar y sanar unas fiebres tifoideas gracias a una botella de vino de Rioja puesto en la cabecera del enfermo.

El doctor Eylaud, de la facultad de Burdeos, acepta estas constataciones y nos enseña que en caso de epidemia, un volumen de vino, mezclado con un volumen de agua, es un excelente desinfectante; y sería bueno emplear vino contra los microbios que pueden desarrollarse en el intestino o el estómago6.

Vino blanco… vino tinto… el resultado es siempre el mismo: es indispensable, que el vino sea viviente y natural, que haya sido bien tratado, bien “educado”. Y si esto es así, es pues capaz de defender al hombre contra sus enemigos internos, fortificándolo y aportándose salud y alegría.

Un médico londinense, Edward Bach, inspirándose en los métodos de Paracelso y de su doctrina de las “semejanzas específicas, enseñaba que todas las plantas muestran su utilidad particular a través de su estructura, su forma, su color y su aroma.

El doctor Bach cura a su clientela con hierbas y plantas de forma que no se aminore su principio viviente. Pretendía que los medicamentos modernos inflingen a menudo dolores inútiles al paciente y le hacen más mal que bien; mientras que, siguiendo en esto el pensamiento de Paracelso: “todo lo que vive irradia luz”; y las plantas, con sus radiaciones elevadas, insuflan por sí mismas su energía a las vibraciones declinantes del hombre.

¿Qué mejor planta que la viña, que fruto más que la uva impregnada de sol, podrían transmitir al hombre las vibraciones que momentáneamente le faltan? La viña no vive más que con un fin muy preciso: hacer y llevar a la madurez a su hijo, la uva que, a su vez, será sacrificada para que nazca el vino; y todo esto para el hombre, para su alegría y su salud.

20. Esos malditos taberneros

Es preciso hablar en términos “sociales” porque, por una parte, tal es la moda y, sobre todo, porque lo que cuenta para los hombres es, ante todo, los hombres. Lo que no está hecho para ellos no vale la pena alcanzarlo…

El vino es un elemento social desde el primer momento. Es bueno, es loable, es “social” buscar para los hombres lo mejor. Es bueno desembarazarlos mediante la máquina de las tareas que los limitan y que hasta hace poco debían realizar si quieren progresar. Es igualmente loable procurarles distracciones.

Pero ¿para qué puede servir todo esto si al final todo se termina haciéndoles tragar alimentos y bebidas insanas, a quienes respiran ya, desde hace tiempo, el aire de los tubos de escape y el aire no menos puro del metropolitano?

Quizás haya algo peor: el vino que debería seguir siendo un producto natural, este brebaje divino así como lo llama Homero, este don de los dioses, que es a la vez hijo de la tierra madre e hijo del sol, este vino, que es la vida misma, está hoy falsificado, muerto por los fabricantes o los vendedores sin conciencia.

Si deseáis plantad unas capas en una tierra que no sea completamente estéril, tenéis muchas posibilidades de que estas cepas prosperen lo suficiente para facilitar hojas y, cuando toque, racimos y uvas.

Si el tiempo es suficientemente cálido en estos tiempos señalados, es igualmente probable que las uvas lleguen a cierta madurez.

Si cogéis las uvas maduras, las prensáis, os saldrá el zumo y abandonando este jugo a sí mismo, se generará una fermentación alcohólica y obtendréis lo que se llama vino…

Lo que se llama vino…

Lo que la costumbre quiere que se le llame vino, esto es: que sea vino…

Pero a lo largo del tiempo y, especialmente hoy, se ha creado una de las mayores estafas de la Historia, que consiste en atribuir el nombre de vino a todos los zumos de uva fermentados; por costumbre se llama vino tanto al Château–Yquem, el Nuits–Saint–George como al bebedizo de bajo nivel que se comercializar elaborado por la gran industria de las adulteraciones, los azucaramientos y las manipulaciones químicas.

No es posible ninguna posibilidad de comparar todos estos vinos sino es mediante el alcoholímetro que, desgraciadamente, no estando dotado de virtudes gustativas y tiende a nivelar democráticamente por lo bajo, en valor de grados, el Ponard de l’Herault y el Château–Lafitte.

A fuerza de nivelar tanto, el fabricante de este veneno logra venderlo al buen pueblo, no como la bebida sagrada que debería ser, sino atendiendo a sus diez grados, once grados, doce grados… Tanto que el buen pueblo, de gusto extraviado, se deleita, no con el vino, sino con el grado.

Y el buen pueblo se emborracha con este veneno.
Los moralistas que, como se sabe, tienen ciencia infusa de las cosas que es preciso hacer y de las que no puede usarse, crean las ligas anti–alcohólicas y, también inteligentemente utilizando el alcoholímetro, condenan el vino al por mayor y en detalle, en beneficio de bebidas menos alcoholizadas, pero igualmente nocivas: zumos de frutos químicamente conservados, cocas u otras colas…

El vino, el verdadero, no merece esto.

Desgraciadamente, en todos los tiempos, en todos los pueblos, se ha falsificado el vino, a pesar de las sanciones: Plinio se lamentaba en una de sus cartas de no poder encontrar vino natural; entonces se falsificaban los vinos con cal, yeso, mármol, arcilla, pez y resina. Y, sin embargo, en su época, se tenía costumbre de mezclar agua de mar y otras aromas del mismo tipo en los que no quiero siquiera pensar.

Es cierto que la pena de muerte, ha sido en varias ocasiones pronunciada y aplicada contra los falsificadores, estos envenenadores públicos, tanto en la Edad Media como en el Renacimiento. Un cierto Michel Bernard Valentín escribe que en 1706 que: “En Stouttfard, un tonelero llamado J.–J. Ehrni, fue decapitado por crimen de falsificación de vino y todos los libros que se encontraban en el reino enseñando la naturaleza de estos infames procedimientos fueron, tras la pronunciación de esta sentencia, quemados en la plaza pública por la mano de un verdugo; los vinos fueron así mismo derramados ante los ojos del pueblo que aplaudía este acto de justicia”.

No se podían hacer bromas con este tema en aquella época y, cuando se trata de vino, lo comprendemos perfectamente …

Rabelais tenía razón cuando escribía:

        ¿Por qué es preciso que se castigue
        a los ladrones y a los aaseinos
        y no hacer justicia
        con quienes envenenan el vino?

En las épocas en las que aparecían los azotes destructores de la viña, cuando el vino escaseaba, la falsificación y los fraudes se multiplicaron hasta el punto de que productos penosos e incluso tóxicos, se vendían en grandes cantidades bajo el nombre de vino.

Durante estos años se notaron un recrudecimiento de las neurastenias, un avance del artritismo, las afecciones enterogástricas, las colitis e incluso los casos de apendicitis.

¿Se debía a la falta de vino? Es muy posible. O bien es posible que se debiera a los elementos que se utilizaban en la elaboración de estos sucedáneos del vino; el vino malo era frecuentemente generador de todos los males.

Hace más de un siglo, cuando la filoxera había destruido la casi totalidad de las viñas de Francia, se llegó a hacer vino sin utilizar ningún grano de uva. Sí, habéis leído bien: vino sin emplear uva. Se hacía con alcohol de remolacha y de patata. La amapola, las malvarrosas, los arándanos, empleados en ocasiones para realzar el color algo debilitado de algunos vinos, fueron reemplazados por colorantes químicos que debían ocasionar efectos deplorables sobre el organismo.

En nuestra época, el vino no falta; sin embargo, el sentido de la pureza del vino no ha sido tan ignorado nunca como hoy; es un concepto que ha nacido del sistema de denominaciones de origen y del territorio mismo en el que se planta la viña. Pues la autenticidad del vino consiste en esto: es la parcela de tierra donde el vino ha sido recogido; no la región, no el país, sino este pequeño rincón; y es también la sustancia misma del vino: su fabricación o, por decirlo más exactamente, su educación.

Lo que no impide que en Béziers o en Sète por ejemplo, se fabriquen renombrados vinos extranjeros a gran escala, tomando como base los vinos del país.

¿Dudáis que un vino de Banyuls, viejo o muy viejo, se pueda fabricar a partir de los vinos de Alicante o de Málaga, de Chipre e incluso del Tokai y del Lacryma Christi? ¿Qué el Jerez y el Madeira están en la base del vino de Picardon seco y que el Oporto se fabrique con vino de Colliure? ¿Lo ignoráis? Lamento destruir vuestras ilusiones; la región de Oporto, por ejemplo, no produce ni la vigésima parte de los vinos que se venden en el mundo bajo esta denominación. Otro tanto ocurre con el Jerez. Y si se prueba uno verdadero, auténticamente verdadero, ¡qué diferencia!

Es frecuente también –y siempre lo ha sido– que se venda vino mediocre etiquetado como un vino de gran calidad. En el siglo XV, el famoso predicador Maillard no dudaba en tronar desde el púlpito de Saint–Jean en Brève: “Mercaderes de vino, ¿acaso no vendéis como Orleáns o Anjou, vino de vuestro cosecha?

Dos siglos después, otro predicador, Boileau condenaba a los taberneros que, con una etiqueta elegante, adulteran cualquier vino. Invitado a comer, fulmina:

    Un lacayo desvergonzado me ha traído vino tinto
    Un auvernés espirituoso, con el linaje mezclado
    Se vendía en Crenet como vino del Ermitage

No hay falsificación del vino que no sea deplorable, y igualmente deplorable es colocar una etiqueta tan falsa como engañosa, pero también existen los malditos taberneros que “nublan” nuestro vino; poner agua al vino –tal como decía una canción– es como falsificar moneda.

Quizás es menos grave, al menos para la salud, que fabricar mal vino, pero no es menos cierto que esos malditos taberneros fueron vilipendiados por todos los verdaderos amantes del vino:

    Que la rígida muerte le alcance el corazón,
    A quien altere tan humano licor
    Como es el vino…
    Escribía un poeta contemporáneo de Villon.

San Vicente, un diácono español mártir en el 304, se convirtió en patrono de los viticultores, sin duda a causa del juego de palabra al cual se prestaba su nombre, que desafiaría a un cabalista: en español Vincenzo, vino sin agua. No es raro que sea uno de lo santos más populares del Berry1.

Se le atribuyen numerosos milagros; entre otros éste: San Vicente no quería que el bautismo se convirtiera en algo grotesco y quería que estuviera reservado solamente a los humanos, así se convirtió en el terror de los taberneros demasiado inclinados a extender este sacramento al vino. Gran viajero, pasando un día en Mallorca, un tabernero se le quejó de que sus clientes no le pagaban: el diácono le hizo traer vino y ordenó derramarlo sobre su escapulario. El tabernero vio entonces con estupor que el vino se separaba en dos partes: el vino de una y el agua de otra…

Por mi parte no puedo sino aplaudir con ambas manos a François Villón que, con justicia, no tiene contemplaciones con estos imprudentes mercaderes de vinos:

    Príncipe de Dios, sean malditos sus intestinos
    Y revienten por la fuerza del veneno,
    Estos falsos ladrones malditos y desleales
    Los taberneros que nublan nuestro vino.

21. El vino poético

Era imprevisible que las cepas que Noé llevó consigo durante el diluvio universal y que plantó luego y del que enseñó a los hombres a hacer el vino, fueran cantadas tan reiteradamente a través de los siglos, y con ellas la viña y el vino.

Son célebres las loas que aparecen a lo largo de las Escrituras, especialmente en el Cantar de los Cantares de Salomón; allí se canta la historia de las viñas de este rey:

    Yo soy negra, pero hermosa…
    Dice la Sulamita, y luego se lamenta:
    Me han hecho guardar las viñas,
    ¡Pero mi viña, no la he guardado!
    Y el Esposo con todo su humor, dice a su bienamada:
    Celebraremos tus caricias antes que el vino
    ¡Que tus caricias sean dulces, hermana, esposa mía!
    ¡Como su dulzura supera la del vino!

Y le propone:

    Iremos de buena mañana a las viñas;
    Veremos si la viña tiene brotes,
    Si las cepas están en flor.
    La higuera muestras sus frutos nacientes,
    La viña en flor da su perfume…

Y ¿quien no conoce las rubbayats del delicioso poeta Omar Khayyam, matemático, algebrista, astrónomo, alquimista, amoroso de la rosa y de lo divino, uno de los mayores hombres que el mundo haya conocido?

    Un sorbo de vino vale más que el reino de Kavous;
    Es preferible al trono de Kobad, al imperio de Thous.
    Cuando yo esté muerto, lávame con el mosto de las pa
[rras;
    En lugar de oraciones,
    cantad sobre mi tumba las alabanzas de la copa y del
[vino…
    Luego el amoroso ser todo el año embriaga, loco,
    ¡Absorbido por el vino, cubierto de deshonor!
    Pues cuando hemos tenido la sana razón,
    La pena viene a asaltarnos por todas partes;
    Pero apenas estamos ebrios, naturalmente, que suceda
[ lo que pueda!

El poeta persa se extrañaba de que un vendimiador pudiera vender su vino, pues con el dinero, ¿qué podría comprar mejor?

En el sufismo, los místicos buscan obtener, mediante diversos ejercicios, la unión perfecta con la divinidad; la viña, el vino, la copa, son palabras que se repiten sin cesar en sus poemas:

    Bebe con largos tragos el vino de la aniquilación.
    Escribe uno de ellos.
    Bebe el vino que te liberará de ti mismo,
    haz caer en el Océano del ser la gota de agua.

Ibn al Farid, un poeta sufí árabe, compuso incluso un poema en honor del vino: Al Khamriya. Y en otro de sus poemas místicos, escribe:

    Cuando está ausente, mis ojos Le ven en todo
    lo que es hermoso, gracioso y encantador,
    …………
    Y cuando mi boca roza con los labios la copa
    aspira la saliva del vino en un lugar pintoresco.

Los habitantes de las Galias, amantes del vino y buenos conocedores, no han sido los últimos en celebrarlo; sabemos, por los romanos, que los galos tenían canciones para acompañar la bebida. Desgraciadamente, no han llegado hasta nosotros.

Empecemos pues por el “pobre” Villon, que quizás fuera algo “travieso”, pero si era, en cambio, un buen poeta. Sí, el “pobre” Villon debió sufrir la cuestión del agua –él que tanto amaba el vino– que consagra a los Infiernos y a la execración:

    … Jacques Thibaut
    Que tanta agua fría me ha hecho beber.

Escribía la Balada de la memoria de un tal Jehan Cotard, ciertamente gran bebedor ante el Eterno:

    Padre Noé, que plantaste la viña,
    Tu también, Lot, que tropiezas en el pedregal,
    ………
    Antiguamente extraño fue vuestro linaje,
    El que bebía lo mejor y lo más caro…
    Y la estrofa:
    Príncipe, tuvo sed hasta escupir;
    Siempre gritó: ¡Haro, la garganta me arde!
    Y si no hubiera sellado su boca, su sed no hubiera aca-
[bado
    Y con ella el buen fuego alma del maestro Jehan Co-
[tard

No olvidemos a Clemente Marot y su Letanía de los buenos compañeros:

    De la poca comida y del mal cocido
    De la mala cena y del mal vino,
    Y de beber vino cortado
    Líbranos Señor.

Ronsard que canta a Helena en el tiempo en que era bella, tampoco olvida en absoluto que el vino formaba parte de las «rosas de la vida»:

    Pongamos las rosas cerca de vino,
    Cerca de este vino vertamos estas rosas
    Y bebamos uno al otro, al fin
    Que en el corazón de nuestras tristezas encerradas
    Tome bebiendo un buen fin.

En la época de las vendimias, se iba a Gentilly, en Arcueil o a Vanves, ciudades rodeadas de viñas y situaba el paraíso terrestre en el Valle del Loira porque bebía:

    … el néctar divino
    que ha hecho famoso a Anjou…

Muy divertido es el epitafio que compone para el célebre cura de Meudon:
   
    Una viña nacerá
    Del estómago y de la panza
    Del buen Rabelais que bebía
    Siempre sin embargo el vive
    Pues de un solo rasgo su gran boca
    Hubo bebido más vino solo…

Sacerdote y médico, Rabelais era igualmente filósofo en un sentido más amplio del término y, escribe E. Canseliet, “un gran iniciado además de un cabalista de primer orden”. Lo que no le impedía ser muy amante del bendito piot, y poner en boca de su Gargantúa “que no existe brebaje mejor para aturdir a los espíritus amistosos, abrir el apetito, regocijar al palacio y mil otras raras ventajas”.

En efecto, una parte de la obra de Rabalais honra a la divina botella. Elogia los vinos de Grava, de Orleáns, de Beaulne, de Meyrevaulx; le gustaban todos con tal de que fueran buenos: “¿Qué fue antes, la sed o la bebida? – La sed, pues ¿quien bebe sin sed durante el tiempo de inocencia? – la Bebida… – Nosotros, inocentes, no bebemos demasiado sin sed – … Bebo para protegerme de la sed que vendrá – Bebo eternamente. Esta es mi eternidad de bebida y la bebida de mi eternidad”.

Ante el palacio del duque de Jean de Berry, en Bourges, había una gran cuba de piedra que servía una vez al año para contener el vino que se distribuía a los pobres; se llamaba “escudilla del Gigante”. Rabelais hizo un gran vaso, como un timbal para el Gargantúa niño. Pero, sin duda, no era demasiado grande para la alimentación de un recién nacido tan voraz que, tras salir del útero materno., gritó: “¡A beber! ¡A beber! ¡A beber!”

Ya vez adulto, su hijo Pantagruel viaja en compañía del hermano Jean des Entommeures y de Panurgo; visitan una prensa: “Cuando nos lleva a una pequeña prensa… Una pequeño botellero viendo que el hermano Jean había dado una ojeada amorosa a una botella que descansaba en un aparador, separado de la tropa alcohólica, dice a Pantagruel: “Señor, veo que uno de vosotros hace el amor y acaricia la botella; yo os suplico que no la pruebe, pues es para los Señores” – Como, dice Panurgo, ¿hay pues señores cerca? Lejos y venganza a los que veo”.

Si en su obra, Rabalais no cesa de celebrar “el néctar, delicioso, alegre y deificado licor” que se llama vino, Cervantes no priva de él a Sancho Panza que, habiendo llevado a su boca un buen vaso de vino, miraba extasiado las estrellas engulléndolo. Cuando, tras un cuarto de hora, hubo terminado, Sancho inclina la cabeza sobre su hombro, y con un gran suspiro exclama: “Oh, hijo de la miseria, que católico es”.

En cuanto a Shakespeare, otro titán de este Siglo de Oro, crea al alegre, guasón e inimitable Falstaff y hace morir al duque que Clarence en un tonel de Malvasía.

Si Luis XIV mezclaba agua con su Chambertin, y si el siglo XVII se cantó poco al divino brebaje, estaba sin embargo muy lejos de ser desdeñado por los franceses: Moliere, introdujo dos canciones de taberna en el Burgués Gentilhombre; y en El Médico, a pesar suyo, Scagnarelle habla con su botella:

    Que dulce eres
    Alegre botella
    Que dulces son
    Tus pequeños gluglús!

La Fontaine escribió poco sobre el vino, pero este oriundo de champagne lo amaba mucho y no lo ocultaba en absoluto:

    El otro día, se bebió veinte botellas;
    …
    La noche estaba declinando,
    Cuando hube vaciado la última copa1

Se le debe una fábula llena de espíritu, El borracho y su mujer:

    ¿Qué persona eres? Dice a este fantasma
    – el bodeguero del reino
    De Satán responde ella; y lo lleva a comer
    A los que encierra la tumba negra
    El marido replica sin pensar:
    – ¿No les llevas también a beber?

Boileau –incluso él– era un alegre juerguista que frecuentaba las tabernas literarias donde se bebía, y, entre dos cantos del Arte poético, no dudaba en escribir que

    Se es sabio cuando se bebe bien
    Quien no sabe beber no sabe nada2

Dejemos el siglo XVIII a sus filósofos que, sin duda, amarán el vino, pero que lo han cantado poco. Aunque estos versos de Voltaire resultaran divertidos:

    Del vino de Ay el mosto espumoso
    Y del Takau el licor amarilleante,
    Atornasolando las fibras de los cerebros
    Y lleva un fuego que se exhala en buenas palabras
    Tan brillantes como el licor ligero
    Que sube y salta, y espumea al borde de la copa3.

Verlaine, pobre abatido, muere por haber amado excesivamente la absenta, lo que no le impedirá alabarla:

El honesto vaso donde rie un poco de olvido divino.

Musset amaba también la absenta, pero no desdeñaba el vino, lejos de allí, y en Les Caprices de Marianne, Octavia pródiga alabanzas al lácrima–christi. Sin embargo, Musset, ecléctico, amaba todos los vinos y demostrando verdadera inspiración:

    Estimo el burdeos sobre todo en su vejez,
    Amo a todos los vinos francos, porque hacen amar4

E, igualmente, Baudelaire buscaba su inspiración en el vino y quizás también el olvido: el olvido de sus desesperados hijos, el olvido de sus temores de hombre enfermo e incomprendido, no comprendiéndose sin duda a sí mismo. ¿Quién no conoce el Alma del vino? Para él, el vino es un refugio:

    Una tarde, el alma del vino cantaba en las botellas:
    Hombre, hacia ti me vuelvo, o querido desheredado,
    Bajo mi prisión de vasos y mis ceras rojizas,
    Un canto lleno de luz y de fraternidad5

El vino consuela al solitario:

    Todo esto no vale, oh botella profunda,
    Los bálsamos penetrantes que tu seno fecundo
    Espera en el corazón alterado del poeta piadoso6.
    Es el entusiasmo de los amantes:
    Partamos a caballo sobre el vino
    Por un cielo mágico y divino7

Reconforta:

    … estas gentes acosadas por penas cotidianas,
    Molidos por el trabajo y atormentados por la edad…

Y:

    Para ahogar el rencor y suprimir la indolencia
    De todos estos viejos malditos que mueren en silencio
    Dios, tocado de remordimientos, había dormido;
    El hombre se une al Vino, ¡hijo sagrado del Sol!8

Es incluso el vino del asesino:

    Mi mujer ha muerto, ¡soy libre!
    Puedo pues beber completamente solo.
    …..
    Nada puede comprenderme. Uno solo
    Entre estos borrachos estúpidos
    ¿Sueña en las noches mórbidas
    Con hacer del vino una sábana?

Para Beaudelaire, el vino es un refugio, un consolador, un amigo, un hermano, el otro, el mismo que le es necesario; con su compañía, es también solitario, ya que dirá:

    Sé encantador y calla…

Pero –y es consciente– el vino, es también un espejo, y no es quizás más que esto, sino este espejismo, lo desea, le hace falta, cualquiera que pueda ser la fatal salida:

    El vino sabe revestir el más sórdido movimiento
    De un lujo milagroso
    Y hace surgir más de un pórtico fabuloso
    En el oro de su vapor rojo,
    Como un sol levante en un cielo nublado9.

Ilusión. Naturalmente; pero qué importa, ya que se trata del vino:

    Que nos vuelve triunfantes y semejantes a los dioses10.

Lamartine, por su parte, es sabio; Bourguignon, canta la viña y la naturaleza:

    Escucha el grito de estas viñas
    Que sube la presión próxima;
    Ve los senderos rocosos de las granjas
    Enrojecidas por la sangre de la uva11.

Y luego, hay tantos y tantos poetas que han sido inspirados por la viña, la uva, el vino, que nunca terminaríamos de citarlos, incluso si nos limitamos a los mejores. También Raouol Ponchon:

    El bonito vino de mi amigo
    No es un gallardo adormecido12…

Apollinaire, que nos transporta con el vino a los extremos límites del sueño y nos lleva en el plano superior de otra dimensión, de otro planeta, escribió:

    Mi vaso está lleno de un vino temblón como una llama…
    …………………
    El Rhin, el Rhin está ebrio donde las viñas se miran
    Todo el oro de las noches cae temblando se refleja
    La voz canta siempre en un estertor de muerte
    Estas hadas con caballos verdes que encarnan el verano
    Mi vaso es roto como una carcajada13

© Por el texto original en francés: Louis Charpentier

© Ernest Milà – infoKrisis – infoKrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen

"El misterio del vino". Louis Charpentier (VI PARTE). Traducción

15. El diablo

También aquí está presente el diablo.

Es diablo es el hongo, el enemigo. El enemigo, y en ocasiones también, una especie de auxiliar. La historia de la viña, de la uva, luego del vino, se convierte necesariamente en una lucha entre lo bueno y lo malo, entre el bien y el mal; una historia, de alguna manera, religiosa. Se podría casi decir entre el ser de la luz y los demonios de las tinieblas.

El hongo pertenece a un reino particular del orden vegetal; o más bien, según la opinión que tiende a imponerse hoy, no es, hablando con propiedad, ni un vegetal, ni un animal, sino que debería ser clasificado en una categoría particular y original del mundo viviente. No es una planta, pues “se desplaza en un sentido centrífugo, libremente o sea en el interior de tubos que construye a medida de su “progresión periférica”1. Como se sabe, lo propio de una planta es no poder desplazarse por sí misma.

No es tampoco un animal, pues es incapaz de alimentarse sola y depende enteramente, para su nutrición carbonatada, de materias orgánicas preconstituidas; no puede vivir más que en parásitos sobre una sustancia ya existente. Y, aunque sea un ser vivo, no da, hasta el presente, ningún signo de sensibilidad, tal como lo hacen la mayor parte de los animales y de las plantas.

Jünger emite una idea muy original sobre el hongo que, según él, participa de una forma muy particular en el ciclo de los nacimientos y las muertes. Es más próximo de la tierra que los vegetales verdes, como la serpiente es más próxima a ella que otros animales.

En él, como en la serpiente, el cuerpo está menos diferenciado; es el pie el que domina. En compensación, la riqueza de las virtudes salvadoras o mortales es más abundante y llena de misterio2.

Mediante los microbios y las bacterias, el hongo pertenece al mundo de las tinieblas. Se desarrolla en la noche, al abrigo de los rayos luminosos, y a favor de la oscuridad que es su dominio propio. Se alimenta principalmente de electricidad terrestre y de humedad. Se puede decir que es de esencia lunar.

Además, se admite generalmente que las bacterias –u hongos microscópicos– son más activos en períodos de luna llena. Y, conociendo los efectos esterilizantes de los rayos solares, la mañana es más cargada de rayos ultravioletas que la tarde, su exposición al día podría quizás tener como efecto reducir su actividad bacteriana. Por eso, se llegaría, sin duda, a obtener un efecto de esterilización más o menos prolongada en el tiempo, en función de su exposición al sol. Y como no hay siempre equilibrio en la naturaleza, la eficacia de los rayos solares, por su parte, aumenta en el momento de la luna llena.

Esto me recuerda el nostoc, del que nos habla Fulcanelli. El nombre de este hongo viene del griego, y corresponde al latin nox, noctis, noche; “este criptograma, que conocen todos los campesinos, se encuentra especialmente en los campos, tanto sobre la hierba, como sobre el suelo desnudo, en los campos, en el borde de los caminos, en los senderos del bosque”. Estos hongos son “voluminosos, hinchados por el rocío nocturno… y se secan rápidamente bajo la acción de los rayos solares, hasta resultar imposible encontrar huellas del lugar mismo en el que se habían instalado solo unas horas antes”3.

Es una “cosa” que, como un fantasma, nace de la noche y se desvanece en las primeras horas del alba, como todo lo que procede de los poderes de las tinieblas, nos enseña la Iglesia. Y esto me hace pensar que resulta curioso que a través de las anatemas que han sido lanzadas sobre todo tipo de prácticas, nunca se haya imputado la embriaguez al diablo.

Se puede hacer aquí un paréntesis sobre la cualidad de los organismos monocelulares y de los fenómenos celulares. Se puede considerar que existen dos grandes tipos de células: las que recurren a la luz y que son organismos luminosos que deben a la luz solar los medios para crear su propia sustancia; aglutinan esta luz para hacer la síntesis, es decir, para fabricar azúcares, a fin de crear un medio celular.

Y también, existe otro tipo de células que, por sí mismas, pertenecen a las tinieblas. A este tipo pertenecen los hongos y todos los microbios que no saben utilizar la luz solar para hacer síntesis superiores, sino que se limitan a la degradación de organismos ya existentes. Se trata de los fermentos, las bacterias y los microbios, es decir los hongos microscópicos.

El hongo ataca bajo la forma de parasitismo, de tal forma que parece que estos parásitos desvían y secuestran toda la vitalidad de la planta, mientras que esta energía estaba dirigida en dirección de la flor, y más especialmente de la fecundación de la flor.

Nos podemos preguntar sobre la época en la que han comenzado las depredaciones sobre la viña. En principio, los parásitos más importantes han venido de los EEUU. Así, el mildiu y el oidium serían algo posteriores a los ataques de la filoxera.

Es probable, en efecto, y se sabe por la historia –precisamente por las cosechas que dieron los mayores cultivadores de Francia, e incluso, los mejores de Europa–, que antes del siglo X e incluso en el XII, la viña fue sido cultivada en condiciones rústicas y primitivas; formas de las que los hombres de ciencia hoy pueden burlarse, pero que permitía a la planta adquirir una resistencia natural a estos parásitos, resistencia que ha perdido con posterioridad. Y esto por diversas razones.

Se podría, en rigor, pensar que las podas sirven para algo. Pero el empleo de abonos químicos es muy nocivo para la planta, al igual que los herbicidas y demás insecticidas que, a través de la viña, rebajarán sin duda, la calidad del vino y a la salud de aquel que lo bebe.

También, durante la luna llena, la acción de los hongos se ejerce de una forma más intensa y que su esfuerzo de demolición se multiplica y la viña, agotada por los tratamientos químicos que debe sufrir, es entonces incapaz de oponerles una resistencia suficiente para vencerlos y eliminarlos.

Sin embargo, si, por ventura, la viña ha resistido a los hongos hasta el momento de la vendimia, la uva será entregada a las levaduras de la fermentación alcohólica.

Estas levaduras, que son los hongos, tienen, como estos, fobia por la luz, no crecen más que en la oscuridad, en recipiente cerrado, con una ausencia relativa de luz y poco oxígeno; es igualmente a esta especie que pertenecen los fermentos que degradan, atacan el azúcar de la uva y que van a depurar estas sustancias pesadas, este jugo de uva, para hacer, finalmente, el líquido sutil y aéreo que es el vino.

16. De la viña a la cuba

“¡Viva el rey narizotas!” gritaban en otro tiempo –y hasta hace poco a principios del siglo XX– los vendimiadores del Berry para anunciar, en las tardes, el fin de la jornada de trabajo.

Este rey de la gran nariz, era probablemente Francisco I que, en 1539, redujo considerablemente su trabajo cotidiano, haciendo obligatoria la “Costumbre del Berry”, que regula la secuencia del tiempo de trabajo de todos los vendimiadores:

“Desde el primer día de marzo hasta el primer día de octubre, los vendimiadores entrarán a trabajar a las cinco horas y trabajarán hasta las seis horas de la tarde; y, desde el primer día de octubre hasta el primer día de marzo, trabajarán hasta el punto del día y trabajarán hasta la noche”.

Pues, anteriormente, durante los “grandes días del verano”, debían trabajar desde las cuatro horas de la mañana hasta las ocho y nueve horas del atardecer y, cuando “son más cortos los días del invierno”, desde las seis de la mañana hasta las siete u ocho horas de la tarde, “estando incluso obligados para este efecto a llevar velas y linternas con ellos para iluminarlos”.

Y esto no era todo: aquellos de estos desheredados que empezaban su jornada más tarde o la terminaban antes que lo fijara el reglamento no recibían ningún salario.

Si el trabajo del vendimiador siguió siendo duro y mantuvo hasta hoy esta dureza,  pero no era nada en comparación con el tiempo antiguo.

La viña francesa representa una superficie de en torno a 1.300.000 ha de producción. Lo que da un número casi incalculable de cepas de viña; y cada una de ellas deberá recibir los cuidados especiales del viticultor. Deberá primeramente ser podada, antes del invierno, según ciertas normas; recibir lo que le es necesario de estiércol –animal, si es posible– según el clima y el terreno. En las Canarias, por ejemplo, donde la lluvia es rara, al pie de cada cepa, se cava un pequeño agujero a fin de que el rocío de la noche se deposite y aporte así un poco de humedad a la planta.

Y durante el invierno, la viña, así tallada, parecerá en un amplio campo de enterrados vivos cuyas manos convulsionadas parecen salir de tierra en un gesto último de sufrimiento y de súplica.

Y nada indica que la viña no haya sufrido al ser amputada mediante la poda, pues no prolonga su vida más allá de la duración media de una vida humana, de sesenta setenta años, mientras que en estado salvaje, su longevidad –sorprendente– puede alcanzar varios siglos, y sus troncos pueden adquirir una dureza extraordinaria, cuando la planta viva en un clima y en un terreno que le conviene. Estrabón escribía que en la Margiane podían verse cepas de tal grosor que para rodear su tallo se precisaban dos hombres con sus brazos. Pocos saben que las puertas de la catedral de Rávena están construidas en madera de viña, cuyas planchas tienen en torno a tres metros de altura con seis o siete centímetros de espesor. Así mismo, pudo verse en otro tiempo, en el castillo de Versalles, grandes tablas formadas por madera extraída de una sola cepa.

Pero, podada cada año, la viña no puede expanderse según sus aspiraciones naturales; y parece que desde milenios, el hombre haya dominado a la viña y le haya impuesto su voluntad, como había hecho con la mujer, con la cual la viña tiene tantas afinidades. Hija del sol, ha sufrido el yugo del hombre, y plegándose a sus deseos, le ha dado sus frutos a costa de su fuerza  de su longevidad.

Luego, del otoño a la primavera, se registra el período inactivo de la planta. Es una época también importante como el resto del año porque durante este período, almacena, si puede decirse así, las fuerzas astrales.

Es fácil facilitar un ejemplo típico: es el de las nevadas de invierno de 1969–70. La nieve permaneció durante más de quince días en zonas donde no cae prácticamente nunca, bloqueando los coches sobre las autopistas de la costa de Montélimar. Ese año, hubo una extraordinaria cosecha pletórica, verdaderamente extraordinaria en cantidad y calidad, algo muy exptraño puesto que no es frecuente que la cantidad acompañe la calidad.

Y es que la nieve está cargada de rastros de amoníaco y nitrógeno. Tal fue sin duda la principal razón de aquella feliz cosecha. También puede considerarse que la nieve está cargada de fuerzas cósmicas, al igual que la lluvia, y sobre todo la lluvia que acompaña a la tempestad. La captación de estas fuerzas por una pluviometría importante, permite a menudo determinar por anticipado el resultado de la próxima vendimia.

Finalmente, la primavera llega.

Y la viña florece.

Cuando la flor aparece, todo está dispuesto, de alguna manera, para recibirla, para fabricarla: las hojas, tal como hemos visto, han aparecido las primeras a fin de recoger el sol y de alimentar la uva; y, al mismo tiempo, para protegerla del mismo sol.

Esta vitalidad de la viña, en el momento de la floración, es muy vigorosa y se utiliza íntegramente a favor de la misma planta, y particularmente de la fecundación de la flor que debe convertirse en uva. Esta fuerza, esta vitalidad, es tal que parece aún reportarse sobre el vino que, hecho y criado, no parece, aparentemente, ligado ya a su niña materna; y sin embargo, tal como ya hemos visto, conserva con él algún lazo de una naturaleza completamente misteriosa, ya que en esta época “trabaja” en las bodegas.

A partir de ese momento, se podría casi decir que la viña no es más que el instrumento para hacer la uva, como la mujer encinta parece no tener como único fin más que llevar dar nacimiento al niño que lleva en su seno.

A finales de mayo o principios de junio tenían lugar generalmente las Rogativas. Se trataba de procesiones que celebraba el clero, seguido por la población, durante los tres días que precedían a la Ascensión, para atraer sobre las viñas y los campos la protección del Cielo. En ciertos países, el clero paseaba, el primer día, en cabeza de la procesión, un enorme dragón que era representado con la cola muy hinchada. Pero, el tercer día, esta cola estaba completamente deshinchada, y el dragón seguía piadosamente al término de la procesión. Estas Rogativas recordaban a las ambarvales romanas.

En el mes de junio, no puede hacerse absolutamente nada en la viña si no es trabajar a la propia la viña, que hace sola su trabajo de madre. Y así seguirá haciéndolo con entusiasmo durante todo el verano.

Y el ritmo solar será respetado de tal forma que la uva alcanzará su plena expansión en el corazón del verano, en el momento en que la fuerza del sol dará a la hoja la posibilidad de ofrecer zumo y azúcar en el mejor momento.

Tendrá en ese momento la edad para abandonar la viña y llevar una vida personal.

Ya que existe una coincidencia entre la floración de la viña y el solsticio de verano, existe igualmente una coincidencia –incluso aproximada– entre la época de las vendimias y el equinoccio de otoño.

En esta época se nota la aplicación de un ritmo cósmico. En efecto, si la floración tiene lugar en el solsticio de verano, el 21 de junio, el crecimiento de la uva se situará durante el signo zodiacal de Leo; la fase fructífera propiamente dicha, es decir el enriquecimiento en sustancia, se hará a lo largo del signo de Virgo, signo terrestre de acumulación y que preside las cosechas.

Es preciso no confundir estos signos astrológicos con los signos astronómicos que tienen que ver, no con los signos, sino a las constelaciones. Es evidente, por ejemplo, que el sol no entra en la constelación de Aries el 2 de marzo, en el equinoccio de primavera. Esto era cierto en tiempos de Ptolomeo, pero, luego la predecesión de los equinoccios ha hecho que el sol, en esta fecha –e incluso antes– se encuentre en la constelación de Piscis; y, en un cuarto de siglo, siempre en esta misma fecha del 11 de marzo, estará en la constelación de Acuario.

Solamente, desde Ptolomeo, hace cerca de dos mil años, se ha tomado el hábito de dividir el año terrestre según estas constelaciones que son estrellas fijas; esta costumbre se ha mantenido, sin duda, para simplificar.

Y mientras que el sol camina dulcemente bajo el signo de Virgo, la viña se cubre de tintes ocres y rojos, como una matrona orgullosa de sus hijos: la uva está madura.

Es adulta. Debe vivir su vida personal después de que haya sido arrancada de su madre. Y, tal como un dios, será sacrificada para que venga el vino, para que el vino reine sobre el mundo.

El dando de la vendimia es proclamado.

Numerosos vendimiadores invaden alegremente la viña, no sin hacer todo el estruendo posible: risas, llamadas, gritos, canciones, resuenan en el lugar en el que, hasta ese momento, la calma y la serenidad gobernaban, aplastado sobre el calor del verano.

Se vendimia como hace cien años, como hace mil años… como se ha hecho siempre la vendimia, tal como muestran los bajo relieves de las tumbas de Egipto o los tapices del Renacimiento. En las Très Riches Heures du duc de Berry, en el mes de septiembre, se representa las vendimia cerca de Saumur: vendimiadores y vendimiadoras se afanan en el trabajo; los asnos llevan los capazos repletos y una yunta de bueyes se apresta para conducir las cubas a la prensa.

Ya no hay asnos encantadores y obstinados, ni bueyes de paso lento, pero aparte de esto, el cuadro es el mismo: los vendimiadores cortas los racimos de uva y los ponen en las cestas y capazos para vaciarlos en las cubas; solamente los camiones han reemplazado a los bueyes…

De esta manera la uva será conducida al lugar del sacrificio donde cesará de existir en tanto que uva: en la prensa. Su vida personal habrá sido corta; su metamorfosis en vino va a continuar a partir de entonces.

Todas las cepas no son las mismas: en el mediodía de Francia, e igualmente en Italia y en España, van a dar un vino demasiado alcoholizado; “yo consideraré –me decía un enólogo– que extraen sobre el calor sus notas agudas, en lo alto de la octava, si se puede decir; casi un sí o un la. Mientras, otras cepas menos alcoholígenas van a dar vinos muy groseros, muy brutos al inicio, pero que se irán afinando durante el tiempo para convertirse en grandes vinos. Y entre estos extremos, hay, naturalmente, toda una gama de posibilidades que solo un iniciado sabrá apreciar.

“Se puede decir que la vinificación es un trabajo alquímico, añadía, todo lo que debe ser eliminado se encuentra rechazado: es la separación de lo puro y de lo impuro”.

17. El vino y la alquimia

Si se admite –lo que está por otra parte demostrado– que la química es especialmente el estudio de la materia, sino muerta, si al menos sin espíritu, la alquimia es, sin discusión, el estudio de la materia viviente, es decir portadora de espíritu.

Y no podríamos empezar mejor, vosotros y yo, este capítulo más que con unas líneas del maestro Eugène Canseliet, que explica magníficamente según su costumbre, a propósito de una escultura de la catedral de Amiens, la relación existente entre el vino y la alquimia:

“Henos aquí en presencia del basilisco y del áspic que reúne un pie de viña… En el centro, dispuesto en una espira ornamental sin rugosidad, la cepa, que se ramifica en sarmientos portadores de racimos y de hojas, se muestra, ciertamente, seductor y de una hermenéutica moralizante. El motivo parece aplicarse a las palabras de Cristo, referidas por San Juan, en el capítulo XV de su Evangelio:

“Yo soy la verdadera viña y mi Padre es el vendimiador. Permaneced en mí y yo permaneceré en vosotros. Como el sarmiento no puede, por sí mismo, llevar la fruta si no permanece unido a la cepa, así mismo vosotros no podéis tampoco, si no moráis en mi”.

“Parábola susceptible de una interpretación hermética, si se consulta a los antiguos autores que contemplaban a la viña como símbolo de la piedra filosofal. Designaban la gran medicina con la expresión viña de los sabios…

“La planta generosa, cuyo valor filosófico reside, primeramente, en el tártaro inestimable surgido de las heces de su licor, está acompañada de dos bestias híbridas y tradicionales, completando sobre el plano simbólico de la Gran Obra”1.

Las partes espirituales del vino, habiéndose desarrollado en la fermentación, son separadas de la materia grosera e impura. Esta queda adherida a las paredes internas de los toneles, bajo la forma de una “piedra muy dura, en ocasiones blanca y en otras roja, según el color del vino que la produce”2. Es lo que se llama el tártaro o tartrato.

Este proceso no puede dejar de atraer la atención de los amantes de la “Verdadera Ciencia”, la alquimia: este tartrato que es preciso arrancar del tonel –a menudo con dificultades– es una materia grosera, que se recoge bajo la forma de escamas, evoca la materia primera de los filósofos, esta materia vil y común, cuyos jeroglíficos presentan estrías, tales como un cesto o un cinto, o bien escamas como las de los peces3.

El tártaro no es la materia primera; es sin embargo un elemento muy importante, inestimable, tal como escribe el maestro, porque es una de las dos sales que intervienen en el matrimonio mineral que debe unir a ambos protagonistas; es necesario para hacer la conjunción de azufre y mercurio, y también para fin de separar la luz de las tinieblas, pues tal es el nombre de una de las fases de la Gran Obra

Antes, debe ser purificado y luego enriquecido por el rocío; como el acetato de potasa y el nitrato de potasa.

Pues hay dos sales que los autores alquímicos apenas han ocultado: el nitrato y el carbonato de potasa, bajo la forma de esta hermosa sal que los Antiguos llamaban cremor tártaro, “que sería lamentable confundir con la de los farmacéuticos, que es llamado tartrato ácido de potasio, o bien bitartrato de potasio”4.

“Lo que se vende actualmente bajo este nombre en las farmacias, me decía Eugène Canseliet, no vale la sal que es extraída del tártaro recogida sobre las paredes de los toneles, es decir del vino, es otra cosa completamente diferente, es bello.

“Para extraer este cremor del tartrato de los toneles, continuaba el maestro, es preciso un gran trabajo. Estas escamas, en ocasiones muy gruesas, deben separarse de las paredes de los toneles de madera, y a menudo incluso de la madera”.

De este tártaro, se extraen varios productos. Una de ellas es el ácido de tártaro, esta sal, único en su especie que, hablando con propiedad, es la sal esencial del vino, o más bien de la uva, y debe su origen a la formación de las diferentes sustancias que la componen.

Esta sal, contenida en grandes cantidades en el mosto, es volátil, y durante la fermentación realiza un esfuerzo para separarse de las partes aceitosas a las que está ligado: “Las penetra, las divide, las separa, hasta que, por sus puntas sutiles y cortantes, las haya rarificado en espíritu”5.

Este esfuerzo causa la ebullición del vino y, al mismo tiempo, su purificación. Pues, de estas partes groseras que se separan bajo forma de espuma, una parte se adhiere y se petrifica sobre las paredes del tonel: el tártaro, mientras que otra se precipita al fondo: la hez.

Así, el tártaro y la hez del vino son dos productos de la misma fermentación; y la segunda no ha fermentado más que la otra; pues la hez del vino es igualmente un “tártaro” que ha permanecido líquido al fondo del tonel.

Como si la viña no hubiera terminado jamás de sorprendernos, y permaneciera misteriosa y llena de magia, incluso en sus productos más alejados, es curioso constatar que los diversos tipos de tártaro no tienen la misma cadencia de evolución. “Su desarrollo varía, escribe Paracelso, como el de las hierbas y los árboles, y se desprenden analogías entre su ritmo y el de la floración de algunas hierbas. El conocimiento de estas correspondencias es la médula de la medicina, su teoría y su práctica”

Es pues este tártaro lo que conviene tratar y purificar tras haber arañado las pareces de los toneles. Se puede extraer el cristal de tártaro, un tartrato de blancura perfecta.

Este cristal –cuyo nombre puede descomponerse así: Kristou, de Cristo, y als: sal; es decir Sal de Cristo–, este cristal, pues, no es muy diferente del cristal común; de él se pueden extraer igualmente los cinco principios: la quintaesencia6.

Sería inútil y fastidioso enumerar las numerosas operaciones, tanto químicas como alquímicas, que puede efectuarse a partir del tártaro. Pero este tártaro, llegado directamente del vino –y que no se puede encontrar en ninguna otra parte–, está en el origen de experiencias parecen variar hasta el infinito.

Así puede tomarse la masa negra que queda en el matraz tras la destilación, para extraer una sal de tártaro que se empleará, con el concurso de aceites y grasas, para elaborar jabones. Éste no es más que un ejemplo entre tantas otras operaciones efectuadas corrientemente a partir de la sal de tártaro, que no es más que una parte ínfima de todos los productos que se puede extraer del tártaro y de la hez.

El vino, como cualquier otro licor capaz de fermentar, se convierte en agrio cuando el tártaro se disuelve en una segunda fermentación. Esta disolución tiene lugar ordinariamente cuando el vino empieza a envejecer y a fin de que se agrie más rápidamente, es bueno poner el recipiente que lo contiene en un lugar más cálido, y mezclarlo con la hez, lo que se llama madre. El tártaro, excitado por el calor, se disolverá con más facilidad: apenas se encuentra una mínima cantidad de tártaro en los barriles donde se elabora el vino agrio, el vinagre.

La producción de vinagre se debe a una nueva ordenación de los principios del vino tras la fermentación, no es pues extraño encontrar en el vinagre los mismos principios que en el vino: phlegme, ácido, aceite y un espíritu ardiente7.

Señalemos que, si el vino es frecuentemente citado en la Biblia y en los Evangelios, las representaciones de la Pasión, modelo de la Gran Obra, muestran siempre la caña a la cual estaba fijada la esponja embebida en vinagre.

Aquellos que, en los campos, destilan vino para obtener aguardiente, ignoran ciertamente que están haciendo una operación alquímica. Y sin embargo así es… pues no en vano el aguardiente es un espíritu de vino repleto de un phlegme que ha llevado con él durante la destilación; este espíritu es el primero en ascender, pues se sabe que ya no queda más en el alambique cual el líquido no se inflama.

Cuando contiene menos tártaro, el vino da más aguardiente; en efecto, los espíritus están más separados.

Pero la destilación, no es sólo la fabricación de aguardiente; es un arte olvidado, y que, en nuestros días, ya no se conoce o se conoce muy mal. Pues toda destilación alquímica exige, por parte del manipulador, una gran habilidad, y sobre todo una paciencia a toda prueba.

A este respecto, Limojon de Saint Didier escribía en su “Carta a los verdaderos discípulos de Hermes” (2ª clave):

“Aplicaros pues a conocer este fuego secreto, que disuelve la piedra de manera natural y sin violencia y la hace disolverse en agua en el gran mar de los Sabios, por la destilación que se hace de los rayos del sol y de la luna. De esta manera la piedra, que, según Hermes, es la viña de los sabios, se convierte en su vino, producido por las operaciones de su aguardiente rectificado y su vinagre muy agrio”8.

Como se ha comprendido, sin el vino, resultaría imposible realizar la piedra filosofal, ya que una de las primeras fases del trabajo alquímico –que consiste en unir estrechamente el mercurio filosofal y el azufre– necesita el empleo de una sal. Ésta sal es justamente el carbonato, que los autores antiguos llaman cremor tártaro, extraído del tártaro de los toneles convenientemente preparado.

Tal es lo que expresa Fulcanelli cuando escribe que “si tenemos necesidad de la cesta de Cibeles, de Ceres o de Baco, es solamente porque encierra el cuerpo misterioso que es el embrión de nuestra piedra”9.

Es evidente que el vino y la alquimia están muy próximas una a otra y se interpenetran: la viña de los Sabios es el emblema de la Gran Obra.

El vino pertenece pues a la filosofía hermética y pertenece incluso al esoterismo religioso, porque Cristo, lo ha dicho: “Yo soy la Viña”. Era la prensa mística, la divina prensa.

La cuarta plancha del tratado de Michael Spacher10 presenta un emparrado que, sobre tres lados, rodea “el baño del rey y de la reina, muestra la relación estrecha que existen entre el vino y la Gran Obra que no es solamente simbólica, sino de lo más positiva y concreta. En lo alto de la ilustración, a la derecha, se ve la divina prensa… Este aparato, cuyo tornillo acciona un ángel volador y sobre el cual el supliciado lleva su cruz; esta prensa, digamos, facilita el mosto que se convertirá en el santo vinagre, generador del residuo cristalizado retenido por la madera propicia. Nuestro roble, aconseja el piadoso Flamel, contempla también el muy antiguo tonel que reemplaza, hoy, la atroz cuba de cemento incapaz de soportar el tártaro inestimable”11.

Otros grabados antiguos nos muestran la imagen de la prensa con el Cristo que la rodea, que exprime la uva; es decir, es la evidencia de hasta qué punto, en el espíritu de las gentes de la Edad Media –y antes– el Hijo de Dios y el vino, hijo de la viña y del sol, estaban unidos.

Y, entre otras apelaciones, la piedra filosofal era igualmente llamada la santa viña. No se podía absorber –y con mucha prudencia dice Canseliet– la medicina universal más que disolviéndola en el vino, un buen vino: un verdadero vino, naturalmente.

 

© Por el texto original en francés: Louis Charpentier


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"El misterio del vino". Louis Charpentier (IV PARTE). Traducción

11. La viña y la tierra

La tierra. La diosa tierra.

He aquí el misterio de los misterios.

¿Por qué no tomar como ejemplo el vino de Champagne del que es famoso solamente el elaborado con la viña de la montaña de Reims? ¿Por qué, a dos kilómetros o a mil metros de ahí no es el mismo? ¿Por qué las cepas del pinot de Bourgogne, transplantadas al Marne, no han dado el Beaume o el Nuits, sino Champagne? ¿Por qué estas mismas cepas de Bourgogne dan vinos tan diferentes según los lugares en los que se plantan? Incluso si el propietario de las viñas es el mismo, si los cuidados dados a la viña son esmerados y cuidadosos, las manipulaciones las mismas, ¿por qué el gusto del vino, su color, su aroma, son diferentes? Hemos visto que la flora puede dar un perfume al vino impregnando a la viña; otro tanto ocurre con la fauna. Pero, a uno o dos kilómetros de distancia, ni la flora, ni la fauna son diferentes, ¿entonces? A causa de la Tierra. La diosa tierra. La diosa Madre.

Al principio de todo, y más especialmente al principio del vino, existe la tierra. Esta tierra sobre la que crece la vegetación y a donde retorna el despojo mortal del hombre, permite intuir por qué la gran diosa, la tierra–madre, desde el principio de las civilizaciones, aparece como la representación de las fuerzas telúricas, esto es fertilizadoras e infernales, pero también protectoras.

Es imposible separar el vino del hombre que lo elabora, pero también es imposible separar el vino de la tierra que produce su viña. La tierra plantea al mismo tiempo el problema y su solución. Esta solución, no la resuelve sola. Ha hecho la viña, las ampelidáceas, como dicen los sabios y, entre ellas, la vitis vinifera con la que se elabora el vino.

Para ser exacto, no importa nada más que la tierra, porque un punto geográfico, cualquiera que sea, no queda definido más sólo por una coordenada geodésica: existen también coordenadas solares, es decir, su altitud, su latitud y luego su clima. No se les puede separar. Aunque se encuentre alguna parte en el mundo, un rincón que, geológicamente, sea el equivalente a la montaña de Reims –ya que hemos aludido a ella en este ejemplo–, no lo será verdaderamente y no podría serlo jamás, porque no se encontraría bajo la misma latitud: no estaría pues bajo el mismo ángulo solar, ni lunar. El principio de identidad, está aquí sometido a ciertas condiciones, que impiden que puedan darse condiciones idénticas en dos lugares distintos. Y para el vino, la luz es más importante que el calor.

Gracias a la luz se fabrica el azúcar.

Si, por un azar extraordinario se hubieran reunido un conjunto de condiciones (el suelo, la composición del suelo, la situación geográfica, su iluminación, su clima, la humedad, resumiendo, todo lo que fuera, sería preciso aún encontrar la cepa ad hoc adecuada para ese terreno, el terreno que le satisficiera.

Aun cuando todas las condiciones se encuentren reunidas, la viña quizás sienta algo diferente que nada puede satisfacerle. Puede que la flora no sea la misma; o bien que la fauna que corre a través de las viñas, o también el canto de los pàjaros… ¡vaya usted a saber!

¿Qué ocurrirá entonces? La viña se adaptará. Pero la cepa será diferente. Y el vino no tendrá el mismo gusto. Será mejor o peor, poco importa: será diferente.

Y el psiquismo del individuo que va a cuidar la viña y el proceso de hacer el vino intervendrá igualmente; pues si la tierra exige las plantas determinadas, el hombre influye también: al igual que la viña, el hombre sufre la impronta de las fuerzas telúricas de la tierra, y evoluciona diferentemente según el lugar donde vive.

El vino es fruto de la tierra, pero no de cualquier tierra. Además es preciso que la tierra posea algunas cualidades que no son solamente químicas, sino también espirituales.

Si la tierra donde se planta la viña carece de espíritu, ¿qué darían las parras? ¿Qué se obtendría pues del zumo del emparrado?

Si la tierra carece de espíritu ¿qué daría en la bodega donde madura lentamente, donde se eleva lentamente su mosto?

Desde hace mucho tiempo se reconoce que, si la cepa tiene algún valor, la mejor de las cepas plantada en una tierra sin espíritu no da más que una bebida más o menos aceptable, pero bebida al fin y al cabo.

Existe verosímilmente entre la constitución geológica de las tierras y las corrientes telúricas que las recorren, relaciones que son seguramente muy estrechas, como existe entre los cursos de agua –más o menos subterráneos– y estas mismas corrientes.

Como existiera en el ser humano, entre su constitución física y las corrientes que constituyen la vida propiamente dicha, relaciones que la ciencia médica actual ignora –como las de la tierra– pues se ha creído más “científico” no considerar más que lo que era estrictamente material.

Sin embargo, Dios, si se cree en la Biblia, empieza con un trabajo de escultura. Hace al hombre a su imagen y semejanza, lo que no se comprende muy bien, luego le insufla el espíritu, y si este espíritu no está insuflado, el hombre no es más que un cadáver, muy material y muy materialista. Y, sin embargo, el materialismo mismo del hombre comprende, en tanto vive, lo que no se encuentra bajo el escalpelo, pero sin lo cual no es más que un cadáver.

Otro tanto ocurre con la tierra. Virgilio debía adivinar o presentir estas corrientes telúricas y su importancia en la agricultura; por ello aconseja: Nudus ara, sere nudus, “Trabaja desnudo, siempre desnudo”. Sabía que el hombre debe estar en comunicación, en comunión estrecha con las fuerzas cósmicas tan necesarias para la viña.

Mientras que la química agrícola, hoy, no conoce más que las relaciones y las cantidades de elementos que componen esta tierra e ignora totalmente la vida de la tierra, no la vida de los que viven, sino de la tierra misma, elemento esencialmente viviente.

Es sin embargo este conjunto el que da la vida, tanto a los vegetales como a los animales; y los animales lo sienten y buscan para su vida los lugares donde estas corrientes, además de la composición material del suelo, aportan lo que se está obligado a llamar bajo el nombre de la corriente vital, cualquiera que sean la cualidad y la construcción de esas corrientes.

Entonces, el vino toma, normalmente, una calidad particular que no es precisamente la que un análisis químico puede establecer. Por esto, hay vinos que aportan, además del alcohol, es decir además de su gusto y del placer que pueden dar con este gusto, estados que son quizás menos debidos de lo que se cree a las cualidades alcohólicas. Existen vinos que aportan en sí mismos, la alegría, ligereza y otros estados; y que incluso aportan, para ello, el equilibrio que puede faltar al hombre.

No sin razón, desde hace tiempo, el vino estuvo considerado como un medicina –la más importante– y en absoluto por las cualidades debidas a su composición química, sino por su constitución espiritual que todo buen cultivador toma a su cuidado no destruir en absoluto mediante manipulaciones muy alejadas de la naturaleza.

No hay que extrañarse de que los Antiguos hayan divinizado a la tierra. Los egipcios, bajo el nombre de Isis, habían hecho de ella a la madre del dios Horus; los griegos, además de Cronos, la habían hecho, bajo el nombre de Gaia, la madre de todos los dioses. Los galos, bajo el nombre de Belisama, adoraban a la madre del joven dios; Belisama que, con el cristianismo, se convirtió en María a la que san Bernardo llama Nuestra–Señora; la Andere  que los vascos llamaban Maya, luego Mari, y cuyo espíritu poblaba los abismos y las cavernas. Esto recuerda que todos los genios creadores de la antigua religión vasca eran femeninos, damas de cavernas en las cuales vivían.

Por todas partes, en la Antigüedad, desde Palestina a Fenicia, de Grecia a Roma, siempre se encuentra esta leyenda de la tierra madre que asocia el vino al culto a los dioses.

Existe un complejo tierra–viña que puede y que debe representar a la Madre. Así mismo, la uva pasa a estado de vino masculino, hijo del complejo viña–tierra. El hombre está ahí, de alguna manera, el padre alimentador. Por otra parte, “adiestra” el vino. Se emplea la misma palabra para el hijo y para la viña.

Es muy evidente que en algunos lugares, la tierra madre se manifiesta de una forma o de otra. Hay lugares donde la tierra da todo lo que es preciso para hacer un gran vino. Si no fuera así, es evidente que no existirían en absoluto crudos.

La viña, en efecto, la vitis o la ampelidácea, cualquiera que sea el nombre botánico que se le quiera dar, arraiga perfectamente en todos los lugares; y generalmente produce racimos que llegan a madurar, pero sin embargo, no se puede extraer, en todo lugar, vino aceptable.

Los geólogos y químicos actuales, gentes muy sabias, han explicado esto por la naturaleza del suelo; nosotros hemos visto que esta no es la única razón.

Antes que el hombre participe, la tierra decide. El cielo también. El cielo de esta tierra, y esta tierra. Se trata de algo que es preciso que el hombre aprenda. Es inútil decir que, para aprenderlo, es preciso ante todo que lo sepa. Cualquiera que sea la forma como lo sepa, por experiencia o por intuición. Poco importa en el fondo.

La viña es el producto de un terruño, de un lugar. Lógicamente para producir Vino con una V mayúscula, el divino brebaje, es preciso y necesario que la viña sea plantada en un lugar sagrado.

Y existen lugares sagrados, allí donde el sol tiene una cualidad particular, susceptible de revelar al hombre a sí mismo, de situarlo en un estado tal que se pueda sentir en comunión con la naturaleza, símbolo de la divinidad que expresan.

He guardado esta impresiones en los grandes crudos, donde verdaderamente existe la posibilidad de hacer un vino de una cualidad superior, eran lugares sagrados antes incluso de que se plantaran las viñas.

Pues hay vinos y vinos, si se quiere, vinos y zumos de uva fermentados. Matiz y gradación.

La uva crece no importa donde. Sea. Se puede hacer una bebida fermentada, pero el vino, aquel que se bebe no por sed, no por su alcohol, sino por sus virtudes, el vino de eso que se llama grandes crudos… eso es otra cosa.

Disculpadme si me excedo, pero:

Basta mirar los mapas del Valle del Saona hasta Alta Borgoña: partamos de Morgon, el lugar del hada de la mañana. Más arriba, Broully en el monte Broully con su romería, frente a Beleville, Villie–Morgon que ampara Chiroubles en su aire y Fleuri. El Moulin–à–Vent, por su parte, se resguarda bajo La Chapelle; Julienas, consagrada al emperador después de estarlo a otros dioses. Saint–Amor, cuyo nombre habla por sí mismo. Aquí está Fuissé bajo su roca antigua y sagrada de Solutré… y luego la ruptura sobre la Roche Vineuse [literalmente Roca Vinosa].

Los grandes vinos cesan; no los encontraremos más que más arriba, abandonando las orillas del Saona, en Mercurey que tuvo un templo dedicado a Mercurio.

Saltando la Dheume, henos aquí en Chasagne–Montrachet cercano al dolmen con pasillo cubierto bajo La Roche–Pot; he aquí Meursault al levante de Melón, he aquí Volnay con otro dolmen cercano y Pommard que tuvo tiempo dedicado a Pomone.

Beaune, finalmente, “sobre todos los demás vinos adonada”, Beaune que tuvo santuario dedicado a Belenos, cuyo nombre guarda su memoria. He aquí Aloxe–Corton (una Aliaze sin duda). Y luego también: Nuits–Saint–Georges donde existió un Gargan (San Jorge esconde siempre, o casi, un Gargan), cuya sombra se entiende hasta Vosne–Romanée. Aquí está el Clos–Vougeot que tuvo un menhir en su cumbre; Chambolle que es un campo Bellon.

Para Gevrey–Chambertin, me falta documentación, pero estar seguros de que existe una piedra o montículo.

Abandonemos Beaujolais o Borgoña y recordemos que las Côtes Rôties disponían de un templo al sol y Tains su ermita: que el Châteauneuf–du–Pape está en terreno sagrado, que las buenas Côtes–de–Provence se abrigan bajo Sainte–Victoire.

En Alsacia, existen capillas en las viñas…

Sobre las orillas del Loira, encontramos Sancerre un lugar sagrado de los galos muy antiguo. Si el vino de Beaugency tenía mas espíritu que cuerpo, es que su suelo, rodeado de dólmenes, tiene mayor espíritu que poder; y si el vino de Vauvray tiene tanto encanto, es que una fuerza actúa aún bajo sus bodegas y bajo las de Montlouis.

La Iglesia, para San Nicolás, ha santificado Bourgueil, y, de Saumur a Argers, las piedras hincadas han canalizado el espíritu del suelo.

Del Bordelés es difícil hablar. ¿Qué extraer ahora de un Lafite o de un Rothschild? Pero Saint–Estèphe y Saint–Emilion hablan a mi corazón… ¿Y quien me informará sobre las virtudes pasadas de Yquem?

Estos lugares sagrados, en los que el suelo tiene una cualidad particular susceptible de revelar al hombre a sí mismo, de ponerlo en un estado tal que pueda sentirse en comunión con la naturaleza, símbolo de la divinidad que expresan, son justamente lugares donde la viña se revela también a sí misma, dando un gran vino. Pues, estas corrientes telúricas sagradas, las experimentan y por ello –por esto también– están próximos al hombre…

Hay más: en el análisis de los lugares sagrados del cristianismo en Francia, es por otra parte necesario hacer una distinción entre los lugares “geográficos” y los lugares “clericales”. Así, una tumba de santo, venerada, puede entrañar una peregrinación debida no al lugar, sino a la reliquia. Y toda la filosofía de Abelardo no ha bastado para hacer del Paráclito un lugar sagrado…

Mientras que Lourdes, por ejemplo, fue un lugar sagrado antes de la aparición de Bernadette. Aquel lugar posee una “gruta de damas”, es decir de hadas. La “cualidad” anterior del lugar está comprobada. Se puede tener por cierto que fenómenos religiosos ya se habían producido quizás incluso antes del cristianismo.

Por ello en ese mismo lugar, se produjo algo más que un fenómeno propio del siglo XIX.

Entiendo por fenómeno religioso, que una niña educada en estos lugares, impregnada de espiritualidad por el lugar mismo, por todo ello entre en contacto con lo divino. El espíritu de Dios, por emplear la única expresión válida a nuestro nivel, está aquí

Estos lugares, habitados por Espíritu, han sido y son aún lugares de peregrinación muy frecuentes.

¿La relación con el vino? Es simple, se desprende de la fuente, si puede decirse así. A lo largo de la peregrinación a Compostela, el vino es excelente: los monjes benedictinos, cuyas abadías jalonan el Camino, y que han creado viñas que existen aun en nuestros días, supieron instalarlas en lugares donde soplaba el espíritu.

Importa poco que el hombre comprenda porqué esta tierra y no otra, porqué este lugar sagrado –o lo que fuera– y no otro, le diera un crudo famoso; lo que importa es que lo sepa. Y no puede saberlo más que si está en comunión con esta tierra, y, necesariamente, en comunión con la viña, por el hecho mismo de que éste es el producto de la tierra.

Pues extraer el vino de la viña no puede ser hecho sin el hombre. Es preciso el hombre. Es preciso, previamente y durante todo el tiempo de la vinificación, que haya comunión.


12. La viña, planta mágica

El padre Noé plantó cepas de viña, no semillas de uva. ¿Casualidad o saber?

Saber, muy probablemente, pues no en vano este sabio parecía conocer muy bien la viña, uno de los vegetales más extraños. En su vida personal la viña no parece obedecer a las leyes genéticas tal como las han supuesto nuestros científicos.

Una semilla de uva no reproduce la especie de la simiente de la que ha salido, sino que da un carácter diferente. De esta semilla, se podría obtener, por ejemplo, una mitad de plantas que presenten un cierto carácter, un cuarto de otro tipo y, finalmente, el resto con cualquier otro carácter. Ninguna de las variedades resultantes tiene a menudo relación con la semilla original.

Quizás incluso se podría ver más lejos y decir que la uva no es solamente el fruto de una viña determinada, sino que su maduración lo hace escapar de las leyes clásicas de la genética que rigen a los vegetales.

Por ello que no se siembran semillas para obtener viñas. La ampliación de los cultivos se obtiene por la plantación de cepas surgidas de viveros, cepas obtenidas a través de esquejes de una misma especie.

Ciertamente, Noé había debido llevar con él plantas de vitis vinifera, de viña de vino, ya que lo que hizo fue, precisamente, vino.

Esta viña, que sin duda hubo plantado en un suelo arcilloso, se puede decir que vivió y resistió, visto que recibió la parte de tierra, de alimento, de aire y de sol que le era estrictamente necesario. Pero la viña plantea, en su empuje, en su extensión, y en su “fin vital”, de alguna manera, un extraordinario problema: está dotada de una posibilidad fantástica de crecimiento que puede alcanzar hasta varios metros por año.

Por todo esto, se puede pensar pues –y de hecho se ha pensado– que la viña sería un vegetal aun no estabilizado y que se encuentra todavía en plena evolución. Sin embargo, parece que la aparición de la viña haya sido muy lejana y se remonta a la irrupción del hombre sobre la tierra. Y como se puede augurar que su dinamismo es aún susceptible de numerosas transformaciones, gracias al poder sorprendente de la sabia, surge la pregunta de hasta dónde habrá conducido a la viña dentro de un millón de años en su evolución, por ejemplo.

La cuestión se plantea tanto más en cuanto que todo esto está superado por un misterio cuya solución escapa totalmente: la existencia de una relación  sorprendente entre la viña y el hombre. Se la constata en primer lugar, en su hoja, uno de los muy raros vegetales dotados de una simetría de orden cinco, lo que representa a la vez, la mano humana y el pentagrama en el cual se inscribe normalmente al hombre. Es preciso añadir que este ritmo cinco es tan raro que constituye casi una anomalía en sí misma.

Además, la hoja presenta una superficie considerable si se considera el endeble tallo que la lleva, tan delgado que le es necesario siempre un soporte.

Y esto no es todo: las dos caras de la hoja –muy diferentes– tienen atribuciones diversas y muy organizadas; la superficie externa está destinada a captar energía solar y su actividad clorofílica es intensa; no vive más que del gas carbónico y de la irradiación solar; y esta irradiación le permite transformar el gas carbónico en azúcar.

La aportación de sabia, que es sin embargo muy fuerte en la viña, no sirve más que de catalizador. La riqueza en azúcar producida por esta hoja se vuelve a encontrar luego en la uva, en cantidades excepcionales en relación a otros frutos. Se puede, de alguna manera, considerar a la hoja como la fábrica de azúcar de la que se provée la sabia.

La otra superficie de la hoja, gracias a su dimensión, constituye una verdadera pantalla de protección de la uva en relación al sol, tal como veremos más adelante.

Esto es lo que ocurre: todo lo que ocurre en la evolución estacional de la viña no tiene más que un solo fin: la preparación de la uva; estaríamos tentados de decir “del vino”, si no pareciera un poco forzado. En efecto, cuando han salido cierto número de hojas y la viña debe juzgar que son suficientes, entonces aparece la floración, sobre la que se debe volver en número cinco tal como ya hemos constatado sobre la hoja, lo que la sitúa entre las plantas más evolucionadas del reino vegetal.

El fenómeno de la floración está ligado directamente a un ritmo cósmico emparentado con el solsticio de verano. En la mayor parte de las variedades de viña, según las mediciones científicas, hay un período óptimo de floración, que permite clasificar a las cepas en diferentes épocas, según que sean más o menos precoces o tardías. Lo único que interesa es que la floración se produce en un momento que permite a la viña alcanzar su plena expansión durante el verano,

Madurar demasiado o madurar muy tarde es igualmente nefasto para la uva. Y gracias a la adaptación de la cepa en un terruño y en un clima –lo que da grandes vinos–, la floración de la viña alcanza su punto culminante hasta el solsticio de verano. Es lícito pensar que esto no se produce por azar.

Veamos otro fenómeno particular de la viña y del vino, que ha sido hasta el presente imposible explicar y que es no menos extraño: cuando se produce la floración, se constata al mismo tiempo en las cubas un recrudecimiento de la fermentación, especialmente en las pequeñas bacterias. Este fenómeno se produce también en las cavas isotérmicas, es decir cuya temperatura no varía, tanto como en las bodegas a pie llano donde sí tiene tendencia a variar. Además si las botellas han sido transportadas lejos, más allá de los mares o del océano, el vino sabe cuando su viña está en flor y fermentará en esta fecha, no en otra.

Ninguna explicación “científica” válida ha podido aportarse; pero existe aquí una relación cierta y muy extraña entre el vino y su viña, relación que nadie osaría calificar de afectiva… Pero, sin embargo, todo ocurre como si el cordón umbilical no se hubiera cortado y no estuviera nunca completamente roto.

Si consideramos el papel de la viña preparando la uva bajo el aspecto de los cuatro elementos alquímicos, percibimos que cada uno de estos cuatro elementos, a través de los elementos diferentes, tiene correspondencias secretas. Así, el papel del elemento fuego, es evidentemente la luz solar; el del elemento aire, a la vez como factor de respiración y como comisario de gas carbónico, no es menos evidente; queda pues la parte del elemento agua, y la del elemento tierra.

Tomemos primero el agua: la viña consume mucha, pero no hace una reserva importante; esta agua es, al mismo tiempo, el vehículo de la sabia, es decir de la sabia bruta bombeada desde el suelo y luego de la sabia elaborada que vuelve al fruto; es en parte evaporada por el metabolismo de la hoja, y lo que queda es puesto reservado en la uva, a fin de constituir el elemento líquido de los frutos.

Por otra parte, en el elemento tierra la viña encuentra su alimento. Y no sería preciso creer que la raíz se alimentara pasivamente del abono que se le da. Ejerce ella misma una selección en el suelo donde se encuentra y elige lo que le es necesario para su alimento mineral. Al igual que una buena ama de casa, elige en el mercado, si se puede decirse así; y hace falta añadir: lo hace con discernimiento. Fechner tiene mucha razón cuando escribe: “¿Por qué deberíamos creer que una planta es menos consciente de su hambre y de su sed que un animal? Aquel va a la búsqueda de su alimento con todo su cuerpo, la planta con una parte solo, guiada no por nariz, ojos o orejas que no tiene, sino por otros sentidos”1.

En lo que respecta a los caracteres relativos de la viña, se constata –y con qué sorpresa– una cantidad no específica de aromas, de bouquet de las cepas; y este fenómeno se encuentra también en otros niveles. Tales como las materias colorantes. Así, los vegetales simples, como la rosa, la peonia, el azucena y cierto número de flores muy vivas en color, tienen colorantes simples que ahora están identificados y que predominan casi exclusivamente en estas flores.

La viña, por el contrario, presenta una multitud de colorantes vegetales que son los mismos que los de otras flores, pero las posee en grupo, si se puede decir así, y según una forma de distribución de cada cepa.

En el Libro de los Secretos de Enoch, se dice que todo, en el universo, desde las hierbas de los campos hasta las estrellas del cielo, contienen su espíritu o su ángel individual. Se reconoce que las plantas son sensibles, es cierto que la sensibilidad de la viña es superior a la de otras plantas; es, al mismo tiempo, tan intensa que impregnará más tarde el vino con las impresiones que le ha dejado la estación.

Esta vida sensible de la viña no ha dejado de sorprender a Ernst Jünger:

“En China, la cosecha de sandías debía tener lugar en el silencio más profundo de la noche, pues los frutos más delicados estallaban cuando un sonido, por ligero que fuera, les afectase.

“Estas delicadezas del arte de la jardinería y los placeres que procura se han convertido en irrealizables. Un avión a reacción a vuelo rasante destrozaría la cosecha de toda una provincia. Todos estamos amenazados en la cultura de la viña, por experiencias similares. Al igual que en tiempos felices, todo se convierte en música y melodía, todo puede cambiarse en placer: los tiernos cuidados que los campesinos dispensan a su viña, tanto como la euforia voluptuosa que encuentra el conocedor en el crudo”2.

Tocar el violín o no importa que instrumento de cuerda cerca de un viñedo debería acelerar el crecimiento de la viña, igual que la producción de flores, es decir de uva. A condición, naturalmente, que se toquen arias tiernas y dulces, como las de Mozart o Schubert, pero tocar música moderna a ritmo sincopado o una música cacofónica tal como la música rock, por ejemplo, convierte a la planta en neurasténica y la debilita; se han hecho experiencias en ambas direcciones.

Pero me gustaría saber si dar una serenata a la viña cambiaría el gusto de su vino. Aunque los gorriones que, desde la aurora están en las viñas, ya les hagan un maravilloso concierto.

¿Y si la viña tiene una vida sexual muy desarrollada –mucho más que otras plantas– por qué no tendría igualmente una vida sentimental?

Naturalmente, una planta no puede correr, galopar, volar o nadar como un animal, sino moviendo las ramas tan delgadas, sus largas hojas y sus zarcillos, con los que se agarra, y que dibujan círculos perfectos cuando busca su soporte, la viña se emparenta mucho con un animal que intenta capturar una presa con sus garras, a menos que no parezca extenderse voluptuosamente al sol.

Y como no importa qué ser vivo, hombre o animal, la viña tiene necesidad de ternura, de afecto incluso, que le es necesaria tanto como el sol. Cuidar su viña con sentimientos de amistad, de simpatía, no puede dar más que excelentes resultados, incontestablemente mejores que los que obtendrá aquel que considere su trabajo en la viña como una tarea ingrata y fastidiosa. Pues la cosa viviente más obstinada del mundo y más difícil de manipular, es una planta fijada en sus hábitos”.

Es preciso pues admitir que, aunque no importa que otra cultivo el de la viña exige que no todo se refiera a la rentabilidad, sino, sobre todo, al arte. Se trata de una energía universal proyectada por el pensamiento, en tanto que esté en armonía con el universo. Y esto es lo que interviene en la viña, verdadero nexo de unión entre el hombre y el cosmos.

No puedo dejar de traer a colación esta reflexión de Marcel Jouhandeau, hablando de su suegro, que era cartero y que, una vez terminado su trabajo, cultivaba su pequeño bancal de viña: “El trabajo en la viña era su oración”.

Hemos visto que una de las caras de la hoja ejerce el papel de pantalla protectora de la uva en relación al sol.

Esta protección –no solamente contra el sol, sino igualmente contra el frío– empieza antes incluso del nacimiento del racimo. La viña, en efecto, prepara, desde antes de la floración, la defensa del brote que se convertirá en flor frente a todos los peligros de la atmósfera: sol, frío, e incluso humedad.

La pelusa de un brote de viña es un verdadero envoltorio calorífico que está preparado desde seis meses antes, desde el momento de la formación de los “brotes durmientes”. Y los primeros síntomas de floración no llegarán hasta que, si se nos permite decirlo así, se hayan tomado precauciones contra el frío y contra el sol.

Las hojas salen las primeras, con un ritmo alterno, de tal manera que la “defensa” se extienda por todas partes, y sólo tras la disposición de cierto número de hojas, tal como hemos visto, aparece la floración.

En efecto, parece que, sin esta protección, la uva sería destruida por rayos demasiado brutales del sol; el proceso es análogo a algunos principios alquímicos. Es extraño –pero completamente cartesiano– que encontremos aquí una manifestación muy cristiana del nacimiento de Cristo que se hace en la sombra, tal como debería hacerse todo nacimiento.

El exceso de sol es particularmente nefasto para los recién nacidos que carecen de defensas contra los muy nocivos rayos solares; también sobre ellos deben extenderse las sombras, tal como la viña lo hace mediante sus propias hojas sobre el racimo.

Ante todo, la viña prepara la uva de la misma forma que una madre humana prepara la llegada de su hijo. Cuando pienso en este fenómeno tengo tendencia en evocar la escultura que se encuentra en la galería elevada entre la nave y el presbiterio de la catedral de Chartres, demolida en el siglo XVIII y actualmente, según creo, en el Museo del Louvre, donde se ve a la Virgen tendida sobre la cuna de Cristo aún niño y al que acaricia con una mano, en un gesto que encierra toda la ternura del mundo.

13. Sol y luz

Noé debió saludar con alegría el retorno del sol tras las tinieblas del diluvio, pues, sin él, era inútil plantar las cepas que había transportado en el arca: la viña es hija del sol, elemento absolutamente indispensable tanto para la expansión de la planta como para la maduración de la uva.

La irradiación del astro parte del epicentro y llega hasta el cenit, extendiéndose sobre la casi totalidad del hemisferio que irradia. Sin embargo, si el sol irradiante expone así su orgullo de creador y fertilizador, exalta, con ello, la victoria del espíritu sobre los genios del suelo, así mismo el rey de los veranos comporta también una periferia oscura, una zona de sombra.

A pesar de que su curso a través de la bóveda celeste sea evocado por un carro tirado por caballos fogosos o por la barca de Anubis navegando del Este al Oeste, no es menos cierto que, carro o barca, se encamina cada tarde hacia Occidente, hasta la entrada del dominio del Hades donde residen los muertos, límite que se llamaba en Grecia la Puerta del Sol.

Se puede decir que la virtud iniciática del sol nace de su travesía cotidiana de las regiones infernales, travesía que realiza sin morir, pues resplandece de nuevo cada mañana, mientras que la luna muere, tal como pensaban los Antiguos, durante los tres días de su ausencia del cielo.

El sol, siempre inmortal, permanece fuera de toda comparación humana y no tiene equivalencia más que con los dioses.

Y la función de la viña –hacer, crear y llevar a la madurez a la uva– es justamente un trabajo entre la viña y la tierra, e igualmente entre la viña y el sol. El hombre no se mezcla más que muy accidentalmente y en especial para la obtención de una uva determinada; lo que equivale a elegir las cepas; y, para ello, a elegir la tierra, o más exactamente el mejor clima, que permitirá a la viña expandirse y dar lo mejor de sí misma, es decir la mejor uva.

Hemos visto que la hoja de la viña desarrolla una actividad excepcional en la producción de clorofila. Extendida en toda su amplitud, y en una de las superficies presentadas al astro irradiante, tal como una mujer extendida voluptuosamente al sol, la hoja es, en toda la amplitud del término, una superficie de captación de esta energía solar. Así, no vive más que de esta irradiación y del gas carbónico; y el trabajo clorofílico no se realiza más que para el racimo.

Es naturalmente el sol quien determina el inicio de la vegetación; y, luego, será esta misma energía solar la que ayudará a la viña a transformar el gas carbónico en el azúcar del que se alimentará su hijo: la uva.

Este azúcar no es producido por la hoja de viña más que con un solo fin: alimentar la uva. Y no son precisamente pocas cantidades azúcar las que se producen; son las más elevadas del mundo vegetal: la viña llega a acumular hasta doscientos gramos de azúcar por litro; es enorme en sí y sensacional si se cuenta esta producción con la de otros frutos.

El azúcar es dado por el sol y solamente por él. El resto del fruto está constituido por sales minerales, es decir vegetales que son, por su parte, facilitados por la tierra.

Es el hombre quien deberá elegir la posición de la viña en relación al sol, es decir, la mejor exposición para recibir la máxima irradiación solar, el calor y la luz que le son necesarios para producir este famoso azúcar. Son generalmente elegidos los ribazos.

Y ello porque el hombre debe defender a su viña, y deben plantearse en las tierras que presentan mejores oportunidades para esta defensa. Primeramente con el agua. La viña no es en absoluto una planta acuática. Es evidente que Noe, plantando su viña en el barro –pues tras el diluvio, nadie duda que el suelo permaneció durante mucho tiempo húmedo–, Noé no debió obtener un vino muy generoso, sino una aguachirle cuya embriaguez debió ser muy difícil de alcanzar…

Es evidentemente posible que el exceso de agua pueda entrañar una superproducción de uva, pero esto iría en detrimento de su sabor, y la calidad del vino se resentiría de forma poco agradable.

Los ribazos son pues indicados ya que el agua se deslizará y no será retenida. Es inútil añadir que su exposición es muy particularmente estudiada a fin de que la viña sea preservada por el viento del norte, heladas y aproveche lo más posible el sol y la luz. Es pues la orientación Sur–Este la elegida frecuentemente como la más racional.

Actualmente, esteriliza el vino mediante procedimientos químicos y artificiales que corren el riesgo de matar al vino; hay que entender por ello matar los principios vitales que posee y que son necesarios para el hombre. Pero ¿por qué ir tan lejos? Para esterilizar una botella de vino, existe una fórmula muy simple: ponerla bajo la luz del sol. Así, el vino será esterilizado sin ser desvitalizado; y será neutro desde el punto de vista microbiano. Ocurre que, por descuido, en la época de las vendimias, un vendimiador o un químico dejan un frasco de levaduras al sol: quedan completamente destruidas, o lo son en un noventa y nueve por ciento para ser exactos.

Es inútil hablar de las bacterias: todo lo que es microbio huye del sol. Y los microbios forman parte de las esferas subterráneas.

Todo el reino vegetal responde a los movimientos de la tierra, así como a las influencias del sol y de todos los planetas que gravitan en torno a el; pero la luna tiene una influencia especial y considerable sobre la viña, como sobre la mujer, por otra parte.

14. La luna

“¿Dónde vas cuando abandonas los cielos, cuando la oscuridad desciende sobre tu rostro? ¿tienes una morada como Ossian? ¿vives en la sombra y en la tristeza?”

Esta invocación a la luna, en el poema de Ossian, define el pensamiento de los Antiguos y sus inquietudes.

Las fases de la luna, su creciente con su apogeo, su disminución y su desaparición y finalmente su reaparición tras cuatro días, han intrigado mucho a los pueblos de la Antigüedad, pero les ha demostrado que la muerte no es nunca definitiva: hay siempre un renacimiento. Y la mayor parte de sus religiones estaban basadas en la vida post mortem, la vida del más allá. Sin embargo, se señala que la luna no es nunca adorada por sí misma, sino en tanto que es manifestación de lo sagrado.

Los vascos la llamaban Ilarghi, la “luz de los muertos”; y Estrabón escribía que en las noches de luna llena, cantaban y danzaban en honor de un dios desconocido.

El calendario lunar ha nacido mucho tiempo antes que el estudio astronómico del ciclo solar. Los semitas, así como numerosas civilizaciones hoy desaparecidas, tanto en el Este como en el Oeste, contaban el tiempo por las noches y por lunas.

La luna jugó en la Antigüedad, y sobre todo en la protohistoria, un papel capital, sin duda a causa de las influencias –reales– que ejerce sobre toda la naturaleza: influencia sobre las mareas que le ha valido entre los celtas el sobrenombre de “Señor de las aguas”, influencia sobre la periodicidad de las mujeres y, también, influjo sobre la vegetación.

El signo universal de la luna representada –astrológica y poéticamente– es el creciente, y en mitología, las divinidades nocturnas fueron representadas con cornamenta que evocaba ese creciente.

La reverberación de la luz de la luna sobre la tierra es muy peligrosa. Al igual que el sol, puede abrasar, demoler y matar. Sus rayos causan un desequilibrio que puede provocar una especie de locura: se puede tener un “golpe de luna” como se tiene un “golpe de sol”, una insolación, y si los efectos son diferentes, pues la luna actúa como un excitante, no son menos temibles. Y añadiré incluso que los de la luna me parecen más peligrosos.

El doctor J. Valnet explica que, durante la guerra, tras una batalla mortífera, a causa de la falta de espacio, se había instalado ante la tienda hospital, al aire libre, a los soldados con heridas menos graves. A la mañana siguiente, algunos habían muerto y no eran, precisamente, los heridos más graves. Tras la investigación, se percibió que habían muerto aquellos que, precisamente, no se habían cubierto el rostro y la cabeza. Se suele desconfiar del sol, pero no se toma ninguna precaución con la luna llena. Por el contrario los pueblos que tienen la costumbre de dormir bajo las estrellas le prestan mucha atención1.

Virgio escribe que “la luna ordena los diferentes días favorables para los diversos trabajos Evita el quinto: el pálido Orco y las Euménides nacieron este día... El décimo séptimo es favorable para la plantación de la viña… Además, muchos trabajos se hacen mejor en la frescura de la noche, o cuando la estrella de la mañana, al levantarse el sol, impregna las tierras de rocío”2.

Por otra parte, es fácil observar la influencia de la luna sobre la viña, tanto sobre la vitis vinifera o sobre la simple ampelopsis; se constatará un aumento brutal de veinte centímetros y más, cuando la luna es ascendente y es curioso ver como los jóvenes brotes aumentan en esa época. Y, naturalmente, cuando la luna llega a su fase descendente, el crecimiento disminuye.

Pero, en el caso de la viña, la expansión de la planta es a menudo perjudicial para el fruto. No olvidemos que la viña es hija del sol, y su hijo, la uva, está en relación directa con el astro del día. Por tanto, no es extraño que con la luna ocurra lo contrario.

La astrología puede ser empleada con éxito en la viticultura aplicando los ciclos lunares, a condición de disociar los ciclos que se llama mensuales –el primero y segundo cuartos, es decir los cuartos crecientes– de los otros ciclos, que son los tránsitos de la luna a través de las constelaciones.

Creo recordar que se produjeron pequeñas discusiones para saber si se debía tomar el paso de la luna ante las constelaciones o ante el zodíaco, es decir si se debía basarse sobre la astronomía o sobre la astrología. “Por mi parte –me decía un amigo viticultor– me he servido durante mucho tiempo, y continúo haciéndolo del paso de la luna ante el zodíaco, y no ante las constelaciones. Dicho de otra manera, adopto el método astronómico, pues son los únicos datos científicos que son reconocidos como válidos. Pero añadiría que poco importa, en definitiva, la forma de calcular, ni la forma de proceder, si aquel que lo utiliza no cree. La práctica debe entrar en juego; es indispensable. Para mí, creo en la validez de este método; este es el punto más importante”.

Se sabe que existe una correspondencia entre los signos de las constelaciones y los cuatro elementos: el agua, la tierra, el aire y el fuego. Así, bastará conocer la correlación que se establecerá obligatoriamente entre uno de estos cuatro elementos y el efecto deseado.

Esto permite reforzar o neutralizar ligeramente las influencias de la luna, utilizando su tránsito en el zodíaco para obtener un resultado complementario. Para los frutos, por ejemplo, se buscará el calor, esto es un signo de fuego; un signo de agua para el tallo; de aire para la flor; y, finalmente, para la raíz, un signo de tierra.

Dado que es el fruto lo que se toma en consideración en la viña, se deberá pues vendimiar durante el tránsito de la luna por un signo de fuego. Mientras que, si se realiza en luna creciente y en signo de tierra, la vendimia no daría ciertamente los beneficios esperados.

Este principio es, por lo demás, bien conocido. Se comprende fácilmente si se admite –y es preciso admitirlo– esta sucesión de fuerzas que se imponen y que descienden según las fases de la luna. Es pues necesario tenerlo en cuenta para extraer beneficios de esta dinámica.

Pero volvamos a la viña. Desde el momento en que ha sido podada, un ciclo vegetativo comienza; y la poda misma puede considerarse como su punto de partida. Desde todos los puntos de vista, para la viña como para todas las plantas, este momento es crucial, y es por ello que interesa escoger la época; pues se trata, de alguna manera, de una fecha de nacimiento; de este signo zodiacal dependerá el destino de la viña y de su hija, la uva.

Esta teoría es fácil de aplicar sobre una pequeña superficie; para un gran viñedo, es importante suprimir todos los períodos desfavorables, para no tener en cuenta más que los buenos. Se podrá asociar, por ejemplo, el elemento raíz al elemento tallo o fruto, pero se dejará de lado el elemento aire, que es un signo específicamente favorable para la flor.

Para los rosales, la flor es lo que importa; pues, será el elemento aire el que  deberá tomarse en consideración. Todo lo que es flor es aéreo, es la evidencia misma.

Todo esto es muy fácil y no es más que una simple cuestión de buen sentido: se corta en luna creciente para aumentar una vegetación, y en luna menguante para disminuirla. A condición, naturalmente, que se esté en un signo favorable y que no llueva en un momento inoportuno. Como siempre, la teoría es muy simple…

Evidentemente, hay movimientos o períodos clave si se prefiere, o más bien períodos vegetativos clave, que se observan en la viña. Y es preciso saber que el vino, estando siempre en correspondencia secreta con su viña, sigue exactamente las mismas influencias.

Así, en algunos casos, la manipulación del vino debería ser efectuada en el momento de tránsito de los ciclos del zodíaco, teniendo en cuenta a la luna, para obtener el máximo de beneficios.

Es hasta tal punto evidente que, al igual que existe una relación muy estrecha entre la vegetación de la viña –corregidos, por otra parte, por los efectos del sol–existe igualmente una influencia muy neta de la luna sobre la fermentación del jugo de uva; y se obtienen resultados muy diferentes según las buenas y malas lunas.

Así, los años en los que se pone el mosto en la cuba durante la luna vieja, se ha notado que fermentaban lentamente; y solamente comienzan, finalmente, a activarse cuando la luna cambia.

Esta influencia sobre la fermentación es normal, porque, por su misma constitución, todo lo que es fermento es de esencia lunar. El fermento es un ser vivo que no puede vivir más que en la oscuridad y en un medio cerrado. Es lunar, y totalmente sujeto a los ciclos de la luna.

En lo que respecta a los vinos biodinámicos, se puede apreciar su sensibilidad extrema a los efectos lunares. Los vinos degustados en torno a la luna llena se saborean mal y no tienen ningún bouquet, no permanecen en el paladar; son muy etéreos a casa de la acción de los rayos lunares fríos. Mientras que estos mismos vinos, degustados fuera de la influencia de la luna, al principio de la luna nueva o al final de la luna vieja, es decir cuando el creciente es muy débil, estos vinos se encuentran en toda su plenitud y podrían ser apreciados en su verdadero valor.

Pero no hay más que dos luminarias que ejercen un gran influjo sobre la viña y, en consecuencia, sobre el vino. Todos los planetas del zodíaco concurren a su expansión; es el cosmos entero el que se une para la gestación del divino brebaje. Venus, dios del vino y de la reproducción, juega, entre otros y más que otros, un papel muy importante en el crecimiento de la viña y en la calidad de la planta.

© Por el texto original en francés: Louis Charpentier

© Ernest Milà – infoKrisis – infoKrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen

"El misterio del vino". Louis Charpentier (V PARTE). Traducción

11. La viña y la tierra

La tierra. La diosa tierra.

He aquí el misterio de los misterios.

¿Por qué no tomar como ejemplo el vino de Champagne del que es famoso solamente el elaborado con la viña de la montaña de Reims? ¿Por qué, a dos kilómetros o a mil metros de ahí no es el mismo? ¿Por qué las cepas del pinot de Bourgogne, transplantadas al Marne, no han dado el Beaume o el Nuits, sino Champagne? ¿Por qué estas mismas cepas de Bourgogne dan vinos tan diferentes según los lugares en los que se plantan? Incluso si el propietario de las viñas es el mismo, si los cuidados dados a la viña son esmerados y cuidadosos, las manipulaciones las mismas, ¿por qué el gusto del vino, su color, su aroma, son diferentes? Hemos visto que la flora puede dar un perfume al vino impregnando a la viña; otro tanto ocurre con la fauna. Pero, a uno o dos kilómetros de distancia, ni la flora, ni la fauna son diferentes, ¿entonces? A causa de la Tierra. La diosa tierra. La diosa Madre.

Al principio de todo, y más especialmente al principio del vino, existe la tierra. Esta tierra sobre la que crece la vegetación y a donde retorna el despojo mortal del hombre, permite intuir por qué la gran diosa, la tierra–madre, desde el principio de las civilizaciones, aparece como la representación de las fuerzas telúricas, esto es fertilizadoras e infernales, pero también protectoras.

Es imposible separar el vino del hombre que lo elabora, pero también es imposible separar el vino de la tierra que produce su viña. La tierra plantea al mismo tiempo el problema y su solución. Esta solución, no la resuelve sola. Ha hecho la viña, las ampelidáceas, como dicen los sabios y, entre ellas, la vitis vinifera con la que se elabora el vino.

Para ser exacto, no importa nada más que la tierra, porque un punto geográfico, cualquiera que sea, no queda definido más sólo por una coordenada geodésica: existen también coordenadas solares, es decir, su altitud, su latitud y luego su clima. No se les puede separar. Aunque se encuentre alguna parte en el mundo, un rincón que, geológicamente, sea el equivalente a la montaña de Reims –ya que hemos aludido a ella en este ejemplo–, no lo será verdaderamente y no podría serlo jamás, porque no se encontraría bajo la misma latitud: no estaría pues bajo el mismo ángulo solar, ni lunar. El principio de identidad, está aquí sometido a ciertas condiciones, que impiden que puedan darse condiciones idénticas en dos lugares distintos. Y para el vino, la luz es más importante que el calor.

Gracias a la luz se fabrica el azúcar.

Si, por un azar extraordinario se hubieran reunido un conjunto de condiciones (el suelo, la composición del suelo, la situación geográfica, su iluminación, su clima, la humedad, resumiendo, todo lo que fuera, sería preciso aún encontrar la cepa ad hoc adecuada para ese terreno, el terreno que le satisficiera.

Aun cuando todas las condiciones se encuentren reunidas, la viña quizás sienta algo diferente que nada puede satisfacerle. Puede que la flora no sea la misma; o bien que la fauna que corre a través de las viñas, o también el canto de los pàjaros… ¡vaya usted a saber!

¿Qué ocurrirá entonces? La viña se adaptará. Pero la cepa será diferente. Y el vino no tendrá el mismo gusto. Será mejor o peor, poco importa: será diferente.

Y el psiquismo del individuo que va a cuidar la viña y el proceso de hacer el vino intervendrá igualmente; pues si la tierra exige las plantas determinadas, el hombre influye también: al igual que la viña, el hombre sufre la impronta de las fuerzas telúricas de la tierra, y evoluciona diferentemente según el lugar donde vive.

El vino es fruto de la tierra, pero no de cualquier tierra. Además es preciso que la tierra posea algunas cualidades que no son solamente químicas, sino también espirituales.

Si la tierra donde se planta la viña carece de espíritu, ¿qué darían las parras? ¿Qué se obtendría pues del zumo del emparrado?

Si la tierra carece de espíritu ¿qué daría en la bodega donde madura lentamente, donde se eleva lentamente su mosto?

Desde hace mucho tiempo se reconoce que, si la cepa tiene algún valor, la mejor de las cepas plantada en una tierra sin espíritu no da más que una bebida más o menos aceptable, pero bebida al fin y al cabo.

Existe verosímilmente entre la constitución geológica de las tierras y las corrientes telúricas que las recorren, relaciones que son seguramente muy estrechas, como existe entre los cursos de agua –más o menos subterráneos– y estas mismas corrientes.

Como existiera en el ser humano, entre su constitución física y las corrientes que constituyen la vida propiamente dicha, relaciones que la ciencia médica actual ignora –como las de la tierra– pues se ha creído más “científico” no considerar más que lo que era estrictamente material.

Sin embargo, Dios, si se cree en la Biblia, empieza con un trabajo de escultura. Hace al hombre a su imagen y semejanza, lo que no se comprende muy bien, luego le insufla el espíritu, y si este espíritu no está insuflado, el hombre no es más que un cadáver, muy material y muy materialista. Y, sin embargo, el materialismo mismo del hombre comprende, en tanto vive, lo que no se encuentra bajo el escalpelo, pero sin lo cual no es más que un cadáver.

Otro tanto ocurre con la tierra. Virgilio debía adivinar o presentir estas corrientes telúricas y su importancia en la agricultura; por ello aconseja: Nudus ara, sere nudus, “Trabaja desnudo, siempre desnudo”. Sabía que el hombre debe estar en comunicación, en comunión estrecha con las fuerzas cósmicas tan necesarias para la viña.

Mientras que la química agrícola, hoy, no conoce más que las relaciones y las cantidades de elementos que componen esta tierra e ignora totalmente la vida de la tierra, no la vida de los que viven, sino de la tierra misma, elemento esencialmente viviente.

Es sin embargo este conjunto el que da la vida, tanto a los vegetales como a los animales; y los animales lo sienten y buscan para su vida los lugares donde estas corrientes, además de la composición material del suelo, aportan lo que se está obligado a llamar bajo el nombre de la corriente vital, cualquiera que sean la cualidad y la construcción de esas corrientes.

Entonces, el vino toma, normalmente, una calidad particular que no es precisamente la que un análisis químico puede establecer. Por esto, hay vinos que aportan, además del alcohol, es decir además de su gusto y del placer que pueden dar con este gusto, estados que son quizás menos debidos de lo que se cree a las cualidades alcohólicas. Existen vinos que aportan en sí mismos, la alegría, ligereza y otros estados; y que incluso aportan, para ello, el equilibrio que puede faltar al hombre.

No sin razón, desde hace tiempo, el vino estuvo considerado como un medicina –la más importante– y en absoluto por las cualidades debidas a su composición química, sino por su constitución espiritual que todo buen cultivador toma a su cuidado no destruir en absoluto mediante manipulaciones muy alejadas de la naturaleza.

No hay que extrañarse de que los Antiguos hayan divinizado a la tierra. Los egipcios, bajo el nombre de Isis, habían hecho de ella a la madre del dios Horus; los griegos, además de Cronos, la habían hecho, bajo el nombre de Gaia, la madre de todos los dioses. Los galos, bajo el nombre de Belisama, adoraban a la madre del joven dios; Belisama que, con el cristianismo, se convirtió en María a la que san Bernardo llama Nuestra–Señora; la Andere  que los vascos llamaban Maya, luego Mari, y cuyo espíritu poblaba los abismos y las cavernas. Esto recuerda que todos los genios creadores de la antigua religión vasca eran femeninos, damas de cavernas en las cuales vivían.

Por todas partes, en la Antigüedad, desde Palestina a Fenicia, de Grecia a Roma, siempre se encuentra esta leyenda de la tierra madre que asocia el vino al culto a los dioses.

Existe un complejo tierra–viña que puede y que debe representar a la Madre. Así mismo, la uva pasa a estado de vino masculino, hijo del complejo viña–tierra. El hombre está ahí, de alguna manera, el padre alimentador. Por otra parte, “adiestra” el vino. Se emplea la misma palabra para el hijo y para la viña.

Es muy evidente que en algunos lugares, la tierra madre se manifiesta de una forma o de otra. Hay lugares donde la tierra da todo lo que es preciso para hacer un gran vino. Si no fuera así, es evidente que no existirían en absoluto crudos.

La viña, en efecto, la vitis o la ampelidácea, cualquiera que sea el nombre botánico que se le quiera dar, arraiga perfectamente en todos los lugares; y generalmente produce racimos que llegan a madurar, pero sin embargo, no se puede extraer, en todo lugar, vino aceptable.

Los geólogos y químicos actuales, gentes muy sabias, han explicado esto por la naturaleza del suelo; nosotros hemos visto que esta no es la única razón.

Antes que el hombre participe, la tierra decide. El cielo también. El cielo de esta tierra, y esta tierra. Se trata de algo que es preciso que el hombre aprenda. Es inútil decir que, para aprenderlo, es preciso ante todo que lo sepa. Cualquiera que sea la forma como lo sepa, por experiencia o por intuición. Poco importa en el fondo.

La viña es el producto de un terruño, de un lugar. Lógicamente para producir Vino con una V mayúscula, el divino brebaje, es preciso y necesario que la viña sea plantada en un lugar sagrado.

Y existen lugares sagrados, allí donde el sol tiene una cualidad particular, susceptible de revelar al hombre a sí mismo, de situarlo en un estado tal que se pueda sentir en comunión con la naturaleza, símbolo de la divinidad que expresan.

He guardado esta impresiones en los grandes crudos, donde verdaderamente existe la posibilidad de hacer un vino de una cualidad superior, eran lugares sagrados antes incluso de que se plantaran las viñas.

Pues hay vinos y vinos, si se quiere, vinos y zumos de uva fermentados. Matiz y gradación.

La uva crece no importa donde. Sea. Se puede hacer una bebida fermentada, pero el vino, aquel que se bebe no por sed, no por su alcohol, sino por sus virtudes, el vino de eso que se llama grandes crudos… eso es otra cosa.

Disculpadme si me excedo, pero:

Basta mirar los mapas del Valle del Saona hasta Alta Borgoña: partamos de Morgon, el lugar del hada de la mañana. Más arriba, Broully en el monte Broully con su romería, frente a Beleville, Villie–Morgon que ampara Chiroubles en su aire y Fleuri. El Moulin–à–Vent, por su parte, se resguarda bajo La Chapelle; Julienas, consagrada al emperador después de estarlo a otros dioses. Saint–Amor, cuyo nombre habla por sí mismo. Aquí está Fuissé bajo su roca antigua y sagrada de Solutré… y luego la ruptura sobre la Roche Vineuse [literalmente Roca Vinosa].

Los grandes vinos cesan; no los encontraremos más que más arriba, abandonando las orillas del Saona, en Mercurey que tuvo un templo dedicado a Mercurio.

Saltando la Dheume, henos aquí en Chasagne–Montrachet cercano al dolmen con pasillo cubierto bajo La Roche–Pot; he aquí Meursault al levante de Melón, he aquí Volnay con otro dolmen cercano y Pommard que tuvo tiempo dedicado a Pomone.

Beaune, finalmente, “sobre todos los demás vinos adonada”, Beaune que tuvo santuario dedicado a Belenos, cuyo nombre guarda su memoria. He aquí Aloxe–Corton (una Aliaze sin duda). Y luego también: Nuits–Saint–Georges donde existió un Gargan (San Jorge esconde siempre, o casi, un Gargan), cuya sombra se entiende hasta Vosne–Romanée. Aquí está el Clos–Vougeot que tuvo un menhir en su cumbre; Chambolle que es un campo Bellon.

Para Gevrey–Chambertin, me falta documentación, pero estar seguros de que existe una piedra o montículo.

Abandonemos Beaujolais o Borgoña y recordemos que las Côtes Rôties disponían de un templo al sol y Tains su ermita: que el Châteauneuf–du–Pape está en terreno sagrado, que las buenas Côtes–de–Provence se abrigan bajo Sainte–Victoire.

En Alsacia, existen capillas en las viñas…

Sobre las orillas del Loira, encontramos Sancerre un lugar sagrado de los galos muy antiguo. Si el vino de Beaugency tenía mas espíritu que cuerpo, es que su suelo, rodeado de dólmenes, tiene mayor espíritu que poder; y si el vino de Vauvray tiene tanto encanto, es que una fuerza actúa aún bajo sus bodegas y bajo las de Montlouis.

La Iglesia, para San Nicolás, ha santificado Bourgueil, y, de Saumur a Argers, las piedras hincadas han canalizado el espíritu del suelo.

Del Bordelés es difícil hablar. ¿Qué extraer ahora de un Lafite o de un Rothschild? Pero Saint–Estèphe y Saint–Emilion hablan a mi corazón… ¿Y quien me informará sobre las virtudes pasadas de Yquem?

Estos lugares sagrados, en los que el suelo tiene una cualidad particular susceptible de revelar al hombre a sí mismo, de ponerlo en un estado tal que pueda sentirse en comunión con la naturaleza, símbolo de la divinidad que expresan, son justamente lugares donde la viña se revela también a sí misma, dando un gran vino. Pues, estas corrientes telúricas sagradas, las experimentan y por ello –por esto también– están próximos al hombre…

Hay más: en el análisis de los lugares sagrados del cristianismo en Francia, es por otra parte necesario hacer una distinción entre los lugares “geográficos” y los lugares “clericales”. Así, una tumba de santo, venerada, puede entrañar una peregrinación debida no al lugar, sino a la reliquia. Y toda la filosofía de Abelardo no ha bastado para hacer del Paráclito un lugar sagrado…

Mientras que Lourdes, por ejemplo, fue un lugar sagrado antes de la aparición de Bernadette. Aquel lugar posee una “gruta de damas”, es decir de hadas. La “cualidad” anterior del lugar está comprobada. Se puede tener por cierto que fenómenos religiosos ya se habían producido quizás incluso antes del cristianismo.

Por ello en ese mismo lugar, se produjo algo más que un fenómeno propio del siglo XIX.

Entiendo por fenómeno religioso, que una niña educada en estos lugares, impregnada de espiritualidad por el lugar mismo, por todo ello entre en contacto con lo divino. El espíritu de Dios, por emplear la única expresión válida a nuestro nivel, está aquí

Estos lugares, habitados por Espíritu, han sido y son aún lugares de peregrinación muy frecuentes.

¿La relación con el vino? Es simple, se desprende de la fuente, si puede decirse así. A lo largo de la peregrinación a Compostela, el vino es excelente: los monjes benedictinos, cuyas abadías jalonan el Camino, y que han creado viñas que existen aun en nuestros días, supieron instalarlas en lugares donde soplaba el espíritu.

Importa poco que el hombre comprenda porqué esta tierra y no otra, porqué este lugar sagrado –o lo que fuera– y no otro, le diera un crudo famoso; lo que importa es que lo sepa. Y no puede saberlo más que si está en comunión con esta tierra, y, necesariamente, en comunión con la viña, por el hecho mismo de que éste es el producto de la tierra.

Pues extraer el vino de la viña no puede ser hecho sin el hombre. Es preciso el hombre. Es preciso, previamente y durante todo el tiempo de la vinificación, que haya comunión.


12. La viña, planta mágica

El padre Noé plantó cepas de viña, no semillas de uva. ¿Casualidad o saber?

Saber, muy probablemente, pues no en vano este sabio parecía conocer muy bien la viña, uno de los vegetales más extraños. En su vida personal la viña no parece obedecer a las leyes genéticas tal como las han supuesto nuestros científicos.

Una semilla de uva no reproduce la especie de la simiente de la que ha salido, sino que da un carácter diferente. De esta semilla, se podría obtener, por ejemplo, una mitad de plantas que presenten un cierto carácter, un cuarto de otro tipo y, finalmente, el resto con cualquier otro carácter. Ninguna de las variedades resultantes tiene a menudo relación con la semilla original.

Quizás incluso se podría ver más lejos y decir que la uva no es solamente el fruto de una viña determinada, sino que su maduración lo hace escapar de las leyes clásicas de la genética que rigen a los vegetales.

Por ello que no se siembran semillas para obtener viñas. La ampliación de los cultivos se obtiene por la plantación de cepas surgidas de viveros, cepas obtenidas a través de esquejes de una misma especie.

Ciertamente, Noé había debido llevar con él plantas de vitis vinifera, de viña de vino, ya que lo que hizo fue, precisamente, vino.

Esta viña, que sin duda hubo plantado en un suelo arcilloso, se puede decir que vivió y resistió, visto que recibió la parte de tierra, de alimento, de aire y de sol que le era estrictamente necesario. Pero la viña plantea, en su empuje, en su extensión, y en su “fin vital”, de alguna manera, un extraordinario problema: está dotada de una posibilidad fantástica de crecimiento que puede alcanzar hasta varios metros por año.

Por todo esto, se puede pensar pues –y de hecho se ha pensado– que la viña sería un vegetal aun no estabilizado y que se encuentra todavía en plena evolución. Sin embargo, parece que la aparición de la viña haya sido muy lejana y se remonta a la irrupción del hombre sobre la tierra. Y como se puede augurar que su dinamismo es aún susceptible de numerosas transformaciones, gracias al poder sorprendente de la sabia, surge la pregunta de hasta dónde habrá conducido a la viña dentro de un millón de años en su evolución, por ejemplo.

La cuestión se plantea tanto más en cuanto que todo esto está superado por un misterio cuya solución escapa totalmente: la existencia de una relación  sorprendente entre la viña y el hombre. Se la constata en primer lugar, en su hoja, uno de los muy raros vegetales dotados de una simetría de orden cinco, lo que representa a la vez, la mano humana y el pentagrama en el cual se inscribe normalmente al hombre. Es preciso añadir que este ritmo cinco es tan raro que constituye casi una anomalía en sí misma.

Además, la hoja presenta una superficie considerable si se considera el endeble tallo que la lleva, tan delgado que le es necesario siempre un soporte.

Y esto no es todo: las dos caras de la hoja –muy diferentes– tienen atribuciones diversas y muy organizadas; la superficie externa está destinada a captar energía solar y su actividad clorofílica es intensa; no vive más que del gas carbónico y de la irradiación solar; y esta irradiación le permite transformar el gas carbónico en azúcar.

La aportación de sabia, que es sin embargo muy fuerte en la viña, no sirve más que de catalizador. La riqueza en azúcar producida por esta hoja se vuelve a encontrar luego en la uva, en cantidades excepcionales en relación a otros frutos. Se puede, de alguna manera, considerar a la hoja como la fábrica de azúcar de la que se provée la sabia.

La otra superficie de la hoja, gracias a su dimensión, constituye una verdadera pantalla de protección de la uva en relación al sol, tal como veremos más adelante.

Esto es lo que ocurre: todo lo que ocurre en la evolución estacional de la viña no tiene más que un solo fin: la preparación de la uva; estaríamos tentados de decir “del vino”, si no pareciera un poco forzado. En efecto, cuando han salido cierto número de hojas y la viña debe juzgar que son suficientes, entonces aparece la floración, sobre la que se debe volver en número cinco tal como ya hemos constatado sobre la hoja, lo que la sitúa entre las plantas más evolucionadas del reino vegetal.

El fenómeno de la floración está ligado directamente a un ritmo cósmico emparentado con el solsticio de verano. En la mayor parte de las variedades de viña, según las mediciones científicas, hay un período óptimo de floración, que permite clasificar a las cepas en diferentes épocas, según que sean más o menos precoces o tardías. Lo único que interesa es que la floración se produce en un momento que permite a la viña alcanzar su plena expansión durante el verano,

Madurar demasiado o madurar muy tarde es igualmente nefasto para la uva. Y gracias a la adaptación de la cepa en un terruño y en un clima –lo que da grandes vinos–, la floración de la viña alcanza su punto culminante hasta el solsticio de verano. Es lícito pensar que esto no se produce por azar.

Veamos otro fenómeno particular de la viña y del vino, que ha sido hasta el presente imposible explicar y que es no menos extraño: cuando se produce la floración, se constata al mismo tiempo en las cubas un recrudecimiento de la fermentación, especialmente en las pequeñas bacterias. Este fenómeno se produce también en las cavas isotérmicas, es decir cuya temperatura no varía, tanto como en las bodegas a pie llano donde sí tiene tendencia a variar. Además si las botellas han sido transportadas lejos, más allá de los mares o del océano, el vino sabe cuando su viña está en flor y fermentará en esta fecha, no en otra.

Ninguna explicación “científica” válida ha podido aportarse; pero existe aquí una relación cierta y muy extraña entre el vino y su viña, relación que nadie osaría calificar de afectiva… Pero, sin embargo, todo ocurre como si el cordón umbilical no se hubiera cortado y no estuviera nunca completamente roto.

Si consideramos el papel de la viña preparando la uva bajo el aspecto de los cuatro elementos alquímicos, percibimos que cada uno de estos cuatro elementos, a través de los elementos diferentes, tiene correspondencias secretas. Así, el papel del elemento fuego, es evidentemente la luz solar; el del elemento aire, a la vez como factor de respiración y como comisario de gas carbónico, no es menos evidente; queda pues la parte del elemento agua, y la del elemento tierra.

Tomemos primero el agua: la viña consume mucha, pero no hace una reserva importante; esta agua es, al mismo tiempo, el vehículo de la sabia, es decir de la sabia bruta bombeada desde el suelo y luego de la sabia elaborada que vuelve al fruto; es en parte evaporada por el metabolismo de la hoja, y lo que queda es puesto reservado en la uva, a fin de constituir el elemento líquido de los frutos.

Por otra parte, en el elemento tierra la viña encuentra su alimento. Y no sería preciso creer que la raíz se alimentara pasivamente del abono que se le da. Ejerce ella misma una selección en el suelo donde se encuentra y elige lo que le es necesario para su alimento mineral. Al igual que una buena ama de casa, elige en el mercado, si se puede decirse así; y hace falta añadir: lo hace con discernimiento. Fechner tiene mucha razón cuando escribe: “¿Por qué deberíamos creer que una planta es menos consciente de su hambre y de su sed que un animal? Aquel va a la búsqueda de su alimento con todo su cuerpo, la planta con una parte solo, guiada no por nariz, ojos o orejas que no tiene, sino por otros sentidos”1.

En lo que respecta a los caracteres relativos de la viña, se constata –y con qué sorpresa– una cantidad no específica de aromas, de bouquet de las cepas; y este fenómeno se encuentra también en otros niveles. Tales como las materias colorantes. Así, los vegetales simples, como la rosa, la peonia, el azucena y cierto número de flores muy vivas en color, tienen colorantes simples que ahora están identificados y que predominan casi exclusivamente en estas flores.

La viña, por el contrario, presenta una multitud de colorantes vegetales que son los mismos que los de otras flores, pero las posee en grupo, si se puede decir así, y según una forma de distribución de cada cepa.

En el Libro de los Secretos de Enoch, se dice que todo, en el universo, desde las hierbas de los campos hasta las estrellas del cielo, contienen su espíritu o su ángel individual. Se reconoce que las plantas son sensibles, es cierto que la sensibilidad de la viña es superior a la de otras plantas; es, al mismo tiempo, tan intensa que impregnará más tarde el vino con las impresiones que le ha dejado la estación.

Esta vida sensible de la viña no ha dejado de sorprender a Ernst Jünger:

“En China, la cosecha de sandías debía tener lugar en el silencio más profundo de la noche, pues los frutos más delicados estallaban cuando un sonido, por ligero que fuera, les afectase.

“Estas delicadezas del arte de la jardinería y los placeres que procura se han convertido en irrealizables. Un avión a reacción a vuelo rasante destrozaría la cosecha de toda una provincia. Todos estamos amenazados en la cultura de la viña, por experiencias similares. Al igual que en tiempos felices, todo se convierte en música y melodía, todo puede cambiarse en placer: los tiernos cuidados que los campesinos dispensan a su viña, tanto como la euforia voluptuosa que encuentra el conocedor en el crudo”2.

Tocar el violín o no importa que instrumento de cuerda cerca de un viñedo debería acelerar el crecimiento de la viña, igual que la producción de flores, es decir de uva. A condición, naturalmente, que se toquen arias tiernas y dulces, como las de Mozart o Schubert, pero tocar música moderna a ritmo sincopado o una música cacofónica tal como la música rock, por ejemplo, convierte a la planta en neurasténica y la debilita; se han hecho experiencias en ambas direcciones.

Pero me gustaría saber si dar una serenata a la viña cambiaría el gusto de su vino. Aunque los gorriones que, desde la aurora están en las viñas, ya les hagan un maravilloso concierto.

¿Y si la viña tiene una vida sexual muy desarrollada –mucho más que otras plantas– por qué no tendría igualmente una vida sentimental?

Naturalmente, una planta no puede correr, galopar, volar o nadar como un animal, sino moviendo las ramas tan delgadas, sus largas hojas y sus zarcillos, con los que se agarra, y que dibujan círculos perfectos cuando busca su soporte, la viña se emparenta mucho con un animal que intenta capturar una presa con sus garras, a menos que no parezca extenderse voluptuosamente al sol.

Y como no importa qué ser vivo, hombre o animal, la viña tiene necesidad de ternura, de afecto incluso, que le es necesaria tanto como el sol. Cuidar su viña con sentimientos de amistad, de simpatía, no puede dar más que excelentes resultados, incontestablemente mejores que los que obtendrá aquel que considere su trabajo en la viña como una tarea ingrata y fastidiosa. Pues la cosa viviente más obstinada del mundo y más difícil de manipular, es una planta fijada en sus hábitos”.

Es preciso pues admitir que, aunque no importa que otra cultivo el de la viña exige que no todo se refiera a la rentabilidad, sino, sobre todo, al arte. Se trata de una energía universal proyectada por el pensamiento, en tanto que esté en armonía con el universo. Y esto es lo que interviene en la viña, verdadero nexo de unión entre el hombre y el cosmos.

No puedo dejar de traer a colación esta reflexión de Marcel Jouhandeau, hablando de su suegro, que era cartero y que, una vez terminado su trabajo, cultivaba su pequeño bancal de viña: “El trabajo en la viña era su oración”.

Hemos visto que una de las caras de la hoja ejerce el papel de pantalla protectora de la uva en relación al sol.

Esta protección –no solamente contra el sol, sino igualmente contra el frío– empieza antes incluso del nacimiento del racimo. La viña, en efecto, prepara, desde antes de la floración, la defensa del brote que se convertirá en flor frente a todos los peligros de la atmósfera: sol, frío, e incluso humedad.

La pelusa de un brote de viña es un verdadero envoltorio calorífico que está preparado desde seis meses antes, desde el momento de la formación de los “brotes durmientes”. Y los primeros síntomas de floración no llegarán hasta que, si se nos permite decirlo así, se hayan tomado precauciones contra el frío y contra el sol.

Las hojas salen las primeras, con un ritmo alterno, de tal manera que la “defensa” se extienda por todas partes, y sólo tras la disposición de cierto número de hojas, tal como hemos visto, aparece la floración.

En efecto, parece que, sin esta protección, la uva sería destruida por rayos demasiado brutales del sol; el proceso es análogo a algunos principios alquímicos. Es extraño –pero completamente cartesiano– que encontremos aquí una manifestación muy cristiana del nacimiento de Cristo que se hace en la sombra, tal como debería hacerse todo nacimiento.

El exceso de sol es particularmente nefasto para los recién nacidos que carecen de defensas contra los muy nocivos rayos solares; también sobre ellos deben extenderse las sombras, tal como la viña lo hace mediante sus propias hojas sobre el racimo.

Ante todo, la viña prepara la uva de la misma forma que una madre humana prepara la llegada de su hijo. Cuando pienso en este fenómeno tengo tendencia en evocar la escultura que se encuentra en la galería elevada entre la nave y el presbiterio de la catedral de Chartres, demolida en el siglo XVIII y actualmente, según creo, en el Museo del Louvre, donde se ve a la Virgen tendida sobre la cuna de Cristo aún niño y al que acaricia con una mano, en un gesto que encierra toda la ternura del mundo.

13. Sol y luz

Noé debió saludar con alegría el retorno del sol tras las tinieblas del diluvio, pues, sin él, era inútil plantar las cepas que había transportado en el arca: la viña es hija del sol, elemento absolutamente indispensable tanto para la expansión de la planta como para la maduración de la uva.

La irradiación del astro parte del epicentro y llega hasta el cenit, extendiéndose sobre la casi totalidad del hemisferio que irradia. Sin embargo, si el sol irradiante expone así su orgullo de creador y fertilizador, exalta, con ello, la victoria del espíritu sobre los genios del suelo, así mismo el rey de los veranos comporta también una periferia oscura, una zona de sombra.

A pesar de que su curso a través de la bóveda celeste sea evocado por un carro tirado por caballos fogosos o por la barca de Anubis navegando del Este al Oeste, no es menos cierto que, carro o barca, se encamina cada tarde hacia Occidente, hasta la entrada del dominio del Hades donde residen los muertos, límite que se llamaba en Grecia la Puerta del Sol.

Se puede decir que la virtud iniciática del sol nace de su travesía cotidiana de las regiones infernales, travesía que realiza sin morir, pues resplandece de nuevo cada mañana, mientras que la luna muere, tal como pensaban los Antiguos, durante los tres días de su ausencia del cielo.

El sol, siempre inmortal, permanece fuera de toda comparación humana y no tiene equivalencia más que con los dioses.

Y la función de la viña –hacer, crear y llevar a la madurez a la uva– es justamente un trabajo entre la viña y la tierra, e igualmente entre la viña y el sol. El hombre no se mezcla más que muy accidentalmente y en especial para la obtención de una uva determinada; lo que equivale a elegir las cepas; y, para ello, a elegir la tierra, o más exactamente el mejor clima, que permitirá a la viña expandirse y dar lo mejor de sí misma, es decir la mejor uva.

Hemos visto que la hoja de la viña desarrolla una actividad excepcional en la producción de clorofila. Extendida en toda su amplitud, y en una de las superficies presentadas al astro irradiante, tal como una mujer extendida voluptuosamente al sol, la hoja es, en toda la amplitud del término, una superficie de captación de esta energía solar. Así, no vive más que de esta irradiación y del gas carbónico; y el trabajo clorofílico no se realiza más que para el racimo.

Es naturalmente el sol quien determina el inicio de la vegetación; y, luego, será esta misma energía solar la que ayudará a la viña a transformar el gas carbónico en el azúcar del que se alimentará su hijo: la uva.

Este azúcar no es producido por la hoja de viña más que con un solo fin: alimentar la uva. Y no son precisamente pocas cantidades azúcar las que se producen; son las más elevadas del mundo vegetal: la viña llega a acumular hasta doscientos gramos de azúcar por litro; es enorme en sí y sensacional si se cuenta esta producción con la de otros frutos.

El azúcar es dado por el sol y solamente por él. El resto del fruto está constituido por sales minerales, es decir vegetales que son, por su parte, facilitados por la tierra.

Es el hombre quien deberá elegir la posición de la viña en relación al sol, es decir, la mejor exposición para recibir la máxima irradiación solar, el calor y la luz que le son necesarios para producir este famoso azúcar. Son generalmente elegidos los ribazos.

Y ello porque el hombre debe defender a su viña, y deben plantearse en las tierras que presentan mejores oportunidades para esta defensa. Primeramente con el agua. La viña no es en absoluto una planta acuática. Es evidente que Noe, plantando su viña en el barro –pues tras el diluvio, nadie duda que el suelo permaneció durante mucho tiempo húmedo–, Noé no debió obtener un vino muy generoso, sino una aguachirle cuya embriaguez debió ser muy difícil de alcanzar…

Es evidentemente posible que el exceso de agua pueda entrañar una superproducción de uva, pero esto iría en detrimento de su sabor, y la calidad del vino se resentiría de forma poco agradable.

Los ribazos son pues indicados ya que el agua se deslizará y no será retenida. Es inútil añadir que su exposición es muy particularmente estudiada a fin de que la viña sea preservada por el viento del norte, heladas y aproveche lo más posible el sol y la luz. Es pues la orientación Sur–Este la elegida frecuentemente como la más racional.

Actualmente, esteriliza el vino mediante procedimientos químicos y artificiales que corren el riesgo de matar al vino; hay que entender por ello matar los principios vitales que posee y que son necesarios para el hombre. Pero ¿por qué ir tan lejos? Para esterilizar una botella de vino, existe una fórmula muy simple: ponerla bajo la luz del sol. Así, el vino será esterilizado sin ser desvitalizado; y será neutro desde el punto de vista microbiano. Ocurre que, por descuido, en la época de las vendimias, un vendimiador o un químico dejan un frasco de levaduras al sol: quedan completamente destruidas, o lo son en un noventa y nueve por ciento para ser exactos.

Es inútil hablar de las bacterias: todo lo que es microbio huye del sol. Y los microbios forman parte de las esferas subterráneas.

Todo el reino vegetal responde a los movimientos de la tierra, así como a las influencias del sol y de todos los planetas que gravitan en torno a el; pero la luna tiene una influencia especial y considerable sobre la viña, como sobre la mujer, por otra parte.

14. La luna

“¿Dónde vas cuando abandonas los cielos, cuando la oscuridad desciende sobre tu rostro? ¿tienes una morada como Ossian? ¿vives en la sombra y en la tristeza?”

Esta invocación a la luna, en el poema de Ossian, define el pensamiento de los Antiguos y sus inquietudes.

Las fases de la luna, su creciente con su apogeo, su disminución y su desaparición y finalmente su reaparición tras cuatro días, han intrigado mucho a los pueblos de la Antigüedad, pero les ha demostrado que la muerte no es nunca definitiva: hay siempre un renacimiento. Y la mayor parte de sus religiones estaban basadas en la vida post mortem, la vida del más allá. Sin embargo, se señala que la luna no es nunca adorada por sí misma, sino en tanto que es manifestación de lo sagrado.

Los vascos la llamaban Ilarghi, la “luz de los muertos”; y Estrabón escribía que en las noches de luna llena, cantaban y danzaban en honor de un dios desconocido.

El calendario lunar ha nacido mucho tiempo antes que el estudio astronómico del ciclo solar. Los semitas, así como numerosas civilizaciones hoy desaparecidas, tanto en el Este como en el Oeste, contaban el tiempo por las noches y por lunas.

La luna jugó en la Antigüedad, y sobre todo en la protohistoria, un papel capital, sin duda a causa de las influencias –reales– que ejerce sobre toda la naturaleza: influencia sobre las mareas que le ha valido entre los celtas el sobrenombre de “Señor de las aguas”, influencia sobre la periodicidad de las mujeres y, también, influjo sobre la vegetación.

El signo universal de la luna representada –astrológica y poéticamente– es el creciente, y en mitología, las divinidades nocturnas fueron representadas con cornamenta que evocaba ese creciente.

La reverberación de la luz de la luna sobre la tierra es muy peligrosa. Al igual que el sol, puede abrasar, demoler y matar. Sus rayos causan un desequilibrio que puede provocar una especie de locura: se puede tener un “golpe de luna” como se tiene un “golpe de sol”, una insolación, y si los efectos son diferentes, pues la luna actúa como un excitante, no son menos temibles. Y añadiré incluso que los de la luna me parecen más peligrosos.

El doctor J. Valnet explica que, durante la guerra, tras una batalla mortífera, a causa de la falta de espacio, se había instalado ante la tienda hospital, al aire libre, a los soldados con heridas menos graves. A la mañana siguiente, algunos habían muerto y no eran, precisamente, los heridos más graves. Tras la investigación, se percibió que habían muerto aquellos que, precisamente, no se habían cubierto el rostro y la cabeza. Se suele desconfiar del sol, pero no se toma ninguna precaución con la luna llena. Por el contrario los pueblos que tienen la costumbre de dormir bajo las estrellas le prestan mucha atención1.

Virgio escribe que “la luna ordena los diferentes días favorables para los diversos trabajos Evita el quinto: el pálido Orco y las Euménides nacieron este día... El décimo séptimo es favorable para la plantación de la viña… Además, muchos trabajos se hacen mejor en la frescura de la noche, o cuando la estrella de la mañana, al levantarse el sol, impregna las tierras de rocío”2.

Por otra parte, es fácil observar la influencia de la luna sobre la viña, tanto sobre la vitis vinifera o sobre la simple ampelopsis; se constatará un aumento brutal de veinte centímetros y más, cuando la luna es ascendente y es curioso ver como los jóvenes brotes aumentan en esa época. Y, naturalmente, cuando la luna llega a su fase descendente, el crecimiento disminuye.

Pero, en el caso de la viña, la expansión de la planta es a menudo perjudicial para el fruto. No olvidemos que la viña es hija del sol, y su hijo, la uva, está en relación directa con el astro del día. Por tanto, no es extraño que con la luna ocurra lo contrario.

La astrología puede ser empleada con éxito en la viticultura aplicando los ciclos lunares, a condición de disociar los ciclos que se llama mensuales –el primero y segundo cuartos, es decir los cuartos crecientes– de los otros ciclos, que son los tránsitos de la luna a través de las constelaciones.

Creo recordar que se produjeron pequeñas discusiones para saber si se debía tomar el paso de la luna ante las constelaciones o ante el zodíaco, es decir si se debía basarse sobre la astronomía o sobre la astrología. “Por mi parte –me decía un amigo viticultor– me he servido durante mucho tiempo, y continúo haciéndolo del paso de la luna ante el zodíaco, y no ante las constelaciones. Dicho de otra manera, adopto el método astronómico, pues son los únicos datos científicos que son reconocidos como válidos. Pero añadiría que poco importa, en definitiva, la forma de calcular, ni la forma de proceder, si aquel que lo utiliza no cree. La práctica debe entrar en juego; es indispensable. Para mí, creo en la validez de este método; este es el punto más importante”.

Se sabe que existe una correspondencia entre los signos de las constelaciones y los cuatro elementos: el agua, la tierra, el aire y el fuego. Así, bastará conocer la correlación que se establecerá obligatoriamente entre uno de estos cuatro elementos y el efecto deseado.

Esto permite reforzar o neutralizar ligeramente las influencias de la luna, utilizando su tránsito en el zodíaco para obtener un resultado complementario. Para los frutos, por ejemplo, se buscará el calor, esto es un signo de fuego; un signo de agua para el tallo; de aire para la flor; y, finalmente, para la raíz, un signo de tierra.

Dado que es el fruto lo que se toma en consideración en la viña, se deberá pues vendimiar durante el tránsito de la luna por un signo de fuego. Mientras que, si se realiza en luna creciente y en signo de tierra, la vendimia no daría ciertamente los beneficios esperados.

Este principio es, por lo demás, bien conocido. Se comprende fácilmente si se admite –y es preciso admitirlo– esta sucesión de fuerzas que se imponen y que descienden según las fases de la luna. Es pues necesario tenerlo en cuenta para extraer beneficios de esta dinámica.

Pero volvamos a la viña. Desde el momento en que ha sido podada, un ciclo vegetativo comienza; y la poda misma puede considerarse como su punto de partida. Desde todos los puntos de vista, para la viña como para todas las plantas, este momento es crucial, y es por ello que interesa escoger la época; pues se trata, de alguna manera, de una fecha de nacimiento; de este signo zodiacal dependerá el destino de la viña y de su hija, la uva.

Esta teoría es fácil de aplicar sobre una pequeña superficie; para un gran viñedo, es importante suprimir todos los períodos desfavorables, para no tener en cuenta más que los buenos. Se podrá asociar, por ejemplo, el elemento raíz al elemento tallo o fruto, pero se dejará de lado el elemento aire, que es un signo específicamente favorable para la flor.

Para los rosales, la flor es lo que importa; pues, será el elemento aire el que  deberá tomarse en consideración. Todo lo que es flor es aéreo, es la evidencia misma.

Todo esto es muy fácil y no es más que una simple cuestión de buen sentido: se corta en luna creciente para aumentar una vegetación, y en luna menguante para disminuirla. A condición, naturalmente, que se esté en un signo favorable y que no llueva en un momento inoportuno. Como siempre, la teoría es muy simple…

Evidentemente, hay movimientos o períodos clave si se prefiere, o más bien períodos vegetativos clave, que se observan en la viña. Y es preciso saber que el vino, estando siempre en correspondencia secreta con su viña, sigue exactamente las mismas influencias.

Así, en algunos casos, la manipulación del vino debería ser efectuada en el momento de tránsito de los ciclos del zodíaco, teniendo en cuenta a la luna, para obtener el máximo de beneficios.

Es hasta tal punto evidente que, al igual que existe una relación muy estrecha entre la vegetación de la viña –corregidos, por otra parte, por los efectos del sol–existe igualmente una influencia muy neta de la luna sobre la fermentación del jugo de uva; y se obtienen resultados muy diferentes según las buenas y malas lunas.

Así, los años en los que se pone el mosto en la cuba durante la luna vieja, se ha notado que fermentaban lentamente; y solamente comienzan, finalmente, a activarse cuando la luna cambia.

Esta influencia sobre la fermentación es normal, porque, por su misma constitución, todo lo que es fermento es de esencia lunar. El fermento es un ser vivo que no puede vivir más que en la oscuridad y en un medio cerrado. Es lunar, y totalmente sujeto a los ciclos de la luna.

En lo que respecta a los vinos biodinámicos, se puede apreciar su sensibilidad extrema a los efectos lunares. Los vinos degustados en torno a la luna llena se saborean mal y no tienen ningún bouquet, no permanecen en el paladar; son muy etéreos a casa de la acción de los rayos lunares fríos. Mientras que estos mismos vinos, degustados fuera de la influencia de la luna, al principio de la luna nueva o al final de la luna vieja, es decir cuando el creciente es muy débil, estos vinos se encuentran en toda su plenitud y podrían ser apreciados en su verdadero valor.

Pero no hay más que dos luminarias que ejercen un gran influjo sobre la viña y, en consecuencia, sobre el vino. Todos los planetas del zodíaco concurren a su expansión; es el cosmos entero el que se une para la gestación del divino brebaje. Venus, dios del vino y de la reproducción, juega, entre otros y más que otros, un papel muy importante en el crecimiento de la viña y en la calidad de la planta.

© Por el texto original en francés: Louis Charpentier

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